domingo, 8 de junio de 2014

Temblor de piernas - José Luis Alvite

Temblor de piernas - José Luis Alvite
No seré yo quien niegue que el sexo es maravilloso incluso a pesar de que no surja con la excusa del amor. No hay que ser muy listo para entender que el cuerpo humano es una fantástica máquina de dar y de recibir placer que funciona al margen de cualquier pensamiento, sobre todo en el caso de los hombres, que, como es bien sabido, le damos a menudo menos importancia a las ideas de las mujeres que a su lencería. Puede que se trate de un caso extremo, pero yo tuve en la adolescencia un amigo que se excitaba mirando las curvas de las lámparas de flexo en el escaparate de la ferretería. Conozco hombres casados que si tienen sexo con sus esposas es por su probada facilidad para imaginar que en ese momento están solos en cama. Aman a sus mujeres pero no se sienten estimulados por ellas. Resulta más fácil evolucionar hasta el amor a partir del sexo, seguramente porque ocurre lo mismo que con algunos pescadores, que a veces se aficionan a la pesca a fuerza de frecuentar las márgenes del río. No hay motivo para descalificar a quienes le dan prioridad al sexo sin necesidad de sentir antes el amor. Si la clave para convivir en pareja fuese que el otro ejerciese fascinación sobre ti, lo más probable sería que a mí me hubiese dado por pedirle relaciones a Javier Marías, por poner el caso de alguien con cuyas ideas por lo general simpatizo casi a ciegas. En mi caso he de reconocer que mi afición al talento femenino como desencadenante de la atracción física me viene desde hace relativamente poco tiempo y supongo que eso me ocurre porque he descubierto que nada hay tan apasionante como una lúcida conversación sobre el «Ulysses» de Joyce después de que ella me halague reconociendo que me he comportado en cama como un bisonte. Como me dijo de madrugada una fulana en un garito, «cariño, ahora que tengo confianza contigo no me importa reconocer que no hay como una buena frase para compensar un mal orgasmo». Fue con ella con quien hablé de madrugada sobre el sexo y el amor. Yo quise resultar inteligente y ella me atajó con la simple y expresiva franqueza que aquella noche me faltó a mí: «Podría meterme en cama con un hombre que con sus palabras me conmoviese el corazón, pero te aseguro que luego esperaría a que se olvidase del amor e hiciese lo posible para que además de latirme el corazón, me relinchase la vagina y me temblasen las piernas».