viernes, 13 de junio de 2014

Gente despoblada - José Luis Alvite


Gente despoblada - José Luis Alvite


Por propia decisión, porque la sociedad se ha vuelto insolidaria o porque les fueron mal las cosas, cada vez hay más personas que viven solas. No hay más que echar un vistazo a los buzones del portal para comprender hasta qué punto es cierta tanta soledad. Un viejo delincuente compostelano me contó en una ocasión que había decidido no entrar a robar en los pisos en los que vivía gente solitaria porque después de desvalijar la vivienda le entraba pena por la situación del inquilino y se veía en el deber moral de darle conversación a su víctima. Aquel tipo era un reputado criminal, un tipo frío acostumbrado a resolver sin miramientos, pero se dio cuenta de que para sus víctimas se había convertido en una visita incómoda pero hasta cierto punto agradable. «Hay gente que está tan sola –me dijo– que te juro que he llegado a un momento en mi carrera delictiva en el que cometo los delitos casi por un inesperado sentido de la misericordia. Hay gente dispuesta a ofrecerte cuanto tiene con tal de asegurarse de que volverás a su casa aunque sólo sea porque sabe que le darás conversación mientras le robas». Aquel hombre era un tipo duro, ya te digo, pero pasó muy malos tragos por culpa de entrar donde no tendría que haber entrado. En una ocasión decidió subir a robar en un piso porque era enero y no soportaba el frío huesudo de la calle. No pretendía otra cosa que abrigarse un rato y aprovechar para sustraer cualquier minucia que encontrase a mano. Así me lo contó él: «Al fondo del pasillo escuché toses al otro lado de una puerta y entré. Vi a una anciana muy delgada metida en cama. Había enfermado y llevaba tres días sin comer. Toqué su frente. Estaba tan fría que pensé que lo peor que podría ocurrirle sería que con la muerte entrase en calor. Entonces te juro que me dije a mí mismo que lo que los suyos le habían hecho era sin duda peor que lo que yo pudiese hacerle. La vieja me confesó que había algo de dinero en un cajón de la cómoda. Y, joder, amigo, aquella pobre vieja me dijo: «Llévate ese dinero, hijo. Te lo has ganado por venir a verme. Es una suerte que hayas entrado a robar. Y no tengas mala conciencia. Date prisa y vuelve a la calle o te acatarrarás». Entonces aquel tipo retiró el dinero del cajón de la cómoda, desanduvo el pasillo y se largó con la sensación de que se cruzaría escaleras abajo con los gusanos por los que esperaba impaciente aquel flaco cadáver despoblado.