martes, 10 de junio de 2014

La ventriloquia y el periodismo: Charlas de nunca - Nacho Mirás Fole

La ventriloquia y el periodismo: Charlas de nunca - Nacho Mirás Fole

Noventa, un número redondo. Un peso pesado en la báscula, un límite de velocidad… Quiero dedicarle la entrada número 90 de esta etapa de www.rabudo.com a mi amigo, maestro y camarada José Luis Alvite. Charlas de nunca es el título de su nuevo libro, recién salido del horno gracias a Ézaro. No exagero si os digo que es una de las mejores lecturas que os puedo recomendar. Marilyn Monroe, Frank Sinatra, Alfred Hitchcock, Al Capone, Franco, María Callas, Verónica Lake… ¡El mismísimo Jesucristo entrevistado por Alvite en este ejercicio de ventriloquia periodística imprescindible e inteligente! Es la primera vez que soy prologuista. Cuando el editor Alejandro Diéguez me pidió que hiciera los honores fue como si me hubiese regalado las llaves de un un portaaviones nuclear: un juguete acojonante cuyo manejo implica, claro, una enorme responsabilidad. La asumo con orgullo. Haber participado en este increíble musical de entrevistas, aunque sea desde la posición de esta humilde corista, supone una de las mayores satisfacciones que haya podido tener en este tan jodido momento de mi vida. Crónicas de nunca llegará en días a las librerías. Os adelanto el prólogo en la confianza de que este verano desayunaréis diamantes con Audrey Hepburn, esa mujer de la que se enamoró mi amigo “el día que comprendí que en su cuerpo incluso la Vespa de Vacaciones en Roma era ropa”.

El periodismo y la ventriloquia

Nacho Mirás

Prólogo, Charlas de nunca. Ézaro, 2014

Pablo Picasso era un genio con flequillo encantado de conocerse; Frank Sinatra, la clase de hombre que esnifa ostras; Hitler solo quería ser profesor de gimnasia del Tercer Reich, pero la coreografía se le fue las manos; y Jesucristo añora un pasado en el que la Iglesia que fundó no era más que un equipo de trece sindicalistas cruzando el lago Tiberiades en una patera. Seguro que usted, como yo, tenía pocas dudas de semejantes hechos. Pero algunas de las personalidades más relevantes de la Historia han tenido que hablar por boca de José Luis Alvite para para certificar lo que siempre sospechamos: que a los personajes históricos nos los han contado mal, sin profundizar, con poco interés.

Me gusta imaginarme al hijo de Dios Nuestro Señor dándole las gracias al periodista por haber publicado en un suplemento dominical una entrevista en la que el propio Jesús de Nazaret, empeñado en que lo tuteen, confiesa su miedo a aparecerse con la cruz a cuestas en una playa de Marbella por si algún niño lo confunde con un surfista en camisón. “Alvite, magnífica entrevista; la próxima vez avisa, no vaya a ser que me pregunte el Jefe y no sepa qué decirle”.

Las Charlas de nunca son el ejercicio de ventriloquia periodística más grande que jamás haya soñado entrevistador alguno. Sin el riesgo del desmentido, que siempre provoca situaciones desagradables, Alvite se desdobla en el que pregunta y en el preguntado. Y más de uno sale ganando, porque cuesta imaginar a Marilyn Monroe declamando para el New York Times que el himen fue menos importante en su vida que la última cereza del Martini. El autor de esa frase que dice que el amor eterno es aquel cuyo fracaso se recuerda siempre es generoso, incluso, para repartir pedreas de inteligencia como un donante de sangre que tuviera excedente de cupo.

El día que leí en ese pregonero de 140 caracteres que es Twitter la declaración de mi maestro y amigo José Luis contando que tenía dos cánceres, me desplomé: “Me han diagnosticado un cáncer de pulmón y otro de colon. Nunca pensé que envidiaría el estado de mi coche”. Era la confirmación de que Dios, el padre del surfista, llevaba ya una temporada leyendo poco, tocando de oído, esparciendo mierda por aspersión. ¿Es que no le gustó la entrevista a su hijo, Señor? ¡Rencoroso!

Alvite, incluso con la ITV caducada, es el espejo periodístico en el que me miré cuando yo tenía diecinueve años y él ya era un veterano de este oficio de contar la vida. “No te preocupes, camarada, este fulano ha confundido la selva con un manojo de grelos”, me escribió para defenderme en público un día que un concejal me llamó al orden por preguntarle una inconveniencia.

En aquellos tiempos, a principios de los noventa, el coche de Al era una madriguera infestada de colillas y recibos de Fenosa. Llegó a vivir dentro. Pero me gustó el reflejo que me devolvió aquel retrovisor torcido una vez que estábamos parados frente a la puerta del Maycar, ese local nocturno de Santiago que no es si no la trastienda del Savoy que gobierna Ernie Loquasto.

Yo no le llegaré jamás a mi maestro ni a las uñas de los pies, ya no digo escribiendo, sino a la categoría de sus enfermedades. El mío es un cáncer solo; para empatar tendría que recurrir al horóscopo.

Pero no estamos solos. Siempre creí, camarada Alvite, que las carreras no serían posibles sin toda esa gente que está en los arcenes animando a los ciclistas. Gracias a ellos nos queda un montón de recorrido y de gasto para la Seguridad Social, que se empeña en mantenernos de una pieza como si de verdad le importásemos al sistema. Estamos pasando los mejores peores momentos de nuestras vidas y, además, vivimos para contarlo.

 Te quiero, maestro; Ya sabes que mi coche es tu casa. Puedes instalar también a esos personajes que llevas en la maleta donde José Luis Moreno transporta el hambre de cartón de Monchito, la lucidez de Macario y la mala hostia de Rockefeller, ese cuervo que saluda como Shakira, con la pelvis; a esa gente que vegeta en la mochila de Maricarmen y sus muñecos como doña Rogelia, tirando con una exigua pensión de viudedad y una pañoleta; incluso podemos hacerle sitio al profesor de gimnasia del Tercer Reich en el hueco de la rueda de repuesto, que seguro que cabe.

Será divertido que las charlas de nunca sean las conversaciones de siempre. Y para siempre. Ya te dijo aquella vez Joseph Pulitzer, que era un sabio del periodismo al que entrevistaste nunca, que ahora la gente solo se conecta cuando está lejos y que lo que los periodistas debemos conservar es “la curiosidad de una peluquera, la dignidad de un mendigo y ortografía bastante para saber que un texto no se puede empezar con una coma”. Pues por nosotros que no quede. Tuteémonos, compañero, camarada, amigo.