domingo, 8 de junio de 2014

Galgo cansado - José Luis Alvite

Galgo cansado - José Luis Alvite
Después de mis decepcionantes experiencias como espectador de cierto cine español en el que los protagonistas tienen sexo en el pasamanos de las escaleras, en la mesa de la cocina, en la sacristía de la iglesia o en lomo de un buey, he llegado a la conclusión de que mi vida sexual no ha sido tan variada como suponía. Me consuela saber que a la mayoría de los ciudadanos españoles les ocurre algo parecido. Si todos hiciesen lo mismo que los protagonistas de nuestro cine, llegaríamos a la conclusión de que el lugar más exótico en el que alguna vez hicimos el amor fue en una cama. A raíz de haber visto una película nacional en la que un vendedor de libros llamaba a la puerta de un piso en un barrio de clase media y le abría una tía preciosa y casi desnuda, quise saber si algo así era creíble e hice una lista de amigas a las que podría visitar. Dediqué una mañana al experimento. De una lista de diez, seis no estaban en casa esa mañana. Las cuatro restantes estaban en su domicilios, pero en tres ocasiones me abrieron la puerta sus padres y en la otra descubrí que mi amiga me había engañado con sus señas y quien vivía en aquel piso era una señora muy anciana a la que no me importó subirle desde el portal por las escaleras hasta el tercero la bombona del gas. Es cierto que hay pisos en los que llamas a la puerta y te atiende una señorita sugerente y muy solícita que no duda en invitarte a pasar. A mí me ocurrió algo así unas cuantas veces y no me importa contarlo. Me hicieron feliz y ni siquiera tuve que esforzarme mucho en convencerlas. Con la mitad del vocabulario del vendedor de libros de aquella película conseguí los mismos resultados, aunque he de reconocer que las filólogas que me atendieron se dejaron hacer gracias a lo sugerente que en esos casos solía ser la mejor frase de un hombre: un billete de cinco mil pesetas. Un tipo que me había precedido en uno de aquellos pisos me contó que a él no le importaba que su elocuencia fuese el dinero. Me dijo: «Soy práctico, amigo. No puede ser que para acostarte con una mujer tengas que hablar tanto como para venderle una nevera que cuece el hielo. Son bellezas profesionales, cierto, pero, ¡demonios!, tienen la ventaja de que, saldada la deuda, lo que tienes que hacer no es tranquilizar tu conciencia con una coartada moral, sino, lisa y llanamente, enjuagar la boca con desinfectante». Reconozco que pagan justos por pecadores, pero me alejé del cine español porque yo no me puedo creer que en las escenas de sexo el jadeo de un galgo cansado parezca una mala imitación de Maribel Verdú.