domingo, 8 de junio de 2014

Fuego transeúnte - Jose Luis Alvite

Fuego transeúnte - Jose Luis Alvite
Todo este tiempo de ausencia lo he dedicado a pensar sobre mi vida y he llegado a la conclusión de que mi existencia solo ha sido hasta ahora una sucesión de odiosas facturas, documentos que caducan y desesperantes rutinas en las que incluso estaban siempre en su sitio el viento, el desorden y el olvido. Descartado que cambie de sexo, mi alternativa pasa por echarme a la carretera, cambiar de isobara en el mapa y abrir la ventana donde aun tenga alguna esperanza de que al menos sea distinto el aburrimiento. Tenía que haber tomado esa determinación hace años, cuando aun mis pies tenían hambre de camino, pero entonces se me metió en la cabeza que de aquel andén en Compostela solo salían trenes cuyo destino era aburrirse en el paisaje antes de perder fuelle y retroceder. El octogenario León Tolstoi se largó de casa en medio del crudo invierno porque estaba aburrido de que por culpa de la rutina no hubiese un solo abedul que tuviese de vez en cuando la sombra de un roble. Como por el almanaque era más viejo que por sus sueños, el pobre Tolstoi no fue muy lejos. Se sintió indispuesto en la estación de Astapovo y murió al poco tiempo. Por desgracia para el formidable escritor ruso, el tren fue más lejos que él. La libertad le costó la vida, como a un pájaro al que el peso de sus alas sin garra lo arrastrasen sin remedio a estrellarse contra el suelo. Ochenta años son muchos años para que un hombre se permita a deshora la rebeldía a la que por idiota renunció de joven. Hay cosas que conviene hacerlas antes, a tiempo de que tu proeza existencial no acabe en la página de las esquelas por culpa de que te haya parado los pies el frío. Yo aun estoy a tiempo de procurarme una vida distinta en un lugar diferente, en cualquier arruga del mapa en el que me esperen otras razas, banderas distintas y enfermedades nuevas. Además de a compaginar en el retrete el pensamiento y la orina, aprendí muchas cosas en el periodismo. Una de ellas, que todo va tan deprisa, maldita sea, que llega un momento de la vida de un hombre en el que todo lo que cree que sucede hoy en realidad ya fue noticia en el periódico de ayer, como un pescador que atrapase un poco más abajo en la corriente el cadáver de la trucha que había evitado su sedal doscientos pasos río arriba. ¡Que envidia he tenido siempre de los viejos aventureros! Eran gente templada y temeraria a la vez y vivieron en un mundo casi a estrenar en el que había demasiada tierra para tan pocos muertos y todo resultaba tan novedoso que casi era la primera vez que a la hoguera le ocurría el humo y acaso nunca había llegado el polvo al suelo. Estuvieron en sitios frondosos y sin nombre en los que antes solo había estado de paso el fuego invidente y transeúnte, en desiertos que ellos atravesaron llevando en la mano el temblor novicio de la incertidumbre, y en bandolera, una cantimplora cargada con sudor. ¿Y qué he hecho yo? Apenas nada. Muchos sueños, una muda cada día y pocas cosas que me duela olvidar. He tenido un par de graves depresiones que casi me convencieron de que al portal de casa es mejor llegar saliendo por la fachada y varios miles de madrugadas en las que llegué a la conclusión de que por muchas vueltas que le demos, la vida vale la pena sobre todo si caes en la cuenta de que las cosas materiales tienen un valor relativo y admites, amigo mío, que para descansar tranquilo lo que cuenta no es la cama en la que duermes, sino la conciencia con la que te acuestas.