viernes, 13 de junio de 2014

El polluelo de las caricias - Jose Luis Alvite

El polluelo de las caricias - Jose Luis Alvite
Nunca como ahora estuvieron entre nosotros tan mal vistas las emociones. Es frecuente que los hombres se reserven sus sentimientos para no parecer vulnerables y algunas mujeres se contienen de mostrarse delicadas porque circula la idea de que los aspectos más refinados de la feminidad son de derechas, esa enfermedad. En algunos bares de copas los hombres han perdido presencia en la barra, ocupada ahora mayoritariamente por pandillas de amigas que beben y fuman como antes bebían y fumaban sus parejas. Algunas de mis amigas se entregaron al sexo con un sorprendente desenfreno y no se privan de contar con detalle sus numerosas aventuras y de quejarse de lo poco consistentes que son ahora algunos hombres. Aunque los avances femeninos hasta apoderarse de la intendencia hostelera son encomiables como inequívoca señal de redención, no es menos cierto que en los servicios de medicina interna de los hospitales ha saltado la alarma en el sentido de que además de alcanzar la barra del bar, las mujeres han conseguido también elevar su cuota en las patologías hepáticas. Ahora se habrán dado cuenta de que uno de los graves errores de su revolución ha sido no caer en la cuenta de que no se puede conquistar ciertos territorios de la masculinidad sin contraer también sus enfermedades, de modo que además de orgullo, ahora las mujeres tienen también cirrosis.
¿Y qué hicieron los hombres? Emprendieron el camino contrario, así que ahora se cuidan mucho, se dan cremitas, trasnochan menos y cuando sus mujeres están embarazadas, acuden con ellas a la consulta del ginecólogo, escuchan los latidos del feto con la oreja sobre el vientre de la señora, como si fuese el sonar de un submarino, y llegado el momento del parto, ella da a luz mientras él asegura sentir entre las piernas la surrealista dilatación de su pedagógica matriz de fogueo. Al hombre se le permite esa sensibilidad obstétrica pero se le recrimina que sea vulnerable a otras clases de emoción, como la que le pide conmoverse en el cine, leyendo un poema o contemplando en televisión un documental sobre los niños que sobreviven en Bogotá comiendo a puñados un escombro de compresas, cucarachas y cuervos. Nadie cree en el hombre emotivo. Se supone que es blando y poco resuelto, incapaz de defender a mordiscos a los suyos. Es obvio que quien cree eso se equivoca. Yo he visto a tipos duros, muy duros, con la carne aun más dura que los huesos, sacudirle al idiota insolente que le faltó a la chica del local de alterne, cambiarle a puñetazos los rasgos de la cara, enfriar luego, pasarle la mano por el hombro a la víctima y conmoverse sinceramente con su desgracia. El matón del club tipo le dijo de madrugada al tipo al que acababa de cambiarle el parecido: "Joder, es que tenías que haber parado cuando te lo dije, maldita sea. ¿No ha pensado en tu mujer, capullo? ¿Y qué dirás ahora en casa? Yo te he partido la cara, de acuerdo, conforme, pero, dime, cabronazo, ¿has pensado en como me siento yo ahora? ¿Dónde tienes tú la sensibilidad, mamón de mierda? Esto que te hice lo merecías, pero va a mi conciencia. ¿Sabes como me duele a mi cada uno de los golpes con los que te destrocé la cara, mamonazo?". Al poco rato llegó la policía. Mientras un agente examinaba el rostro del herido, su compañero habló con el matón del club, al que le tuvo que rogar que se tranquilizase. Una vez recobrada la calma, se explicó delante de los patrulleros: "Ese fulano, como tantos otros, supone que yo soy un tipo duro e insensible, carne de mula, simple cecina, y están equivocados. Me confunden con el bate de béisbol que hay detrás de la barra. Y el bate y yo somos maderas distintas, ¿sabes, colega? Yo también tengo madre, como ese capullo. ¿Un tipo duro?¿Y qué coño es un tipo duro? Mi madre se llama Balbanera y no quedó preñada de un cactus. Mi dureza es un oficio, ¿comprendes?, no una manera de ser. Estoy casado y tengo dos hijos pequeños. Mi mujer cree que corro turnos de noche en los hoteles de la ciudad. A las seis de la mañana entro en casa en las puntas de los pies y abrazo un rato al perro para quitarme de encima el perfume de las mujeres. Después arropo a mis hijos, me siento a los pies de sus camas y me digo a mi mismo que lo que hago en ese club tal vez no sea decente, ni recomendable, pero, joder, mis hijos no creerán a nadie que les diga que las manos juntas de su padre no son el nido en el que por Navidad pone sus huevos el polluelo de las caricias”.