domingo, 8 de junio de 2014

Calavera de gato - Jose Luis Alvite

Calavera de gato - Jose Luis Alvite
Conocí de madrugada en un antro a una fulana con muy buen aspecto que estaba liada con un tipo cuyo único atractivo incontestable era que tenía mucho dinero. Ella sabía que él la quería por su cuerpo y él reconocía que si aquella belleza le buscaba era solo por su fortuna. Al cabo de algunos años la belleza de aquella mujer se desmoronó y al tipo se le acabó el dinero. Entonces ella un día descubrió que estaba fascinada por la personalidad desencantada de aquel hombre cuya riqueza había pasado a su poder. Había perdido su atractivo físico y para conseguir que aquel hombre siguiese a su lado hubo de aceptar que él la quisiese por su dinero. Estas cosas ocurren y solo hay que estar atento a dar con ellas. ¿Moraleja? Ninguna. De lo que se trata es de recapacitar sobre el valor de los encantos y su influencia como factor de seducción. Un rostro agraciado y un cuerpo bien proporcionado son encantos difíciles de rebatir y tienen una fuerza de seducción bien contrastada. La belleza tiene prestigio y nadie le reprocha a una mujer que seduzca a los hombres valiéndose de su anatomía. En cambio a él, se le mira mal si lo que atrae a las mujeres a su lado es su liquidez. Puede que arrimarse a alguien por dinero sea mezquino, pero nadie dirá que no es habitual. El problema del dinero es que si bien da poder, muy a menudo no da prestigio. Vale, eso es cierto, pero, ¿y qué? Un tipo modelado en el gimnasio se lleva de calle a la chica más mona de la ciudad sin otro mérito que haber nacido con una buena materia prima sobre el esqueleto. Lo que él le ofrece a ella se excitación, erotismo, instintos. El tipo del dinero no puede competir en ese territorio y en vez de sonrisa y pectorales, ofrece un menú con ostras y langosta. ¿Es por eso indecente su atractivo? Con el paso del tiempo al tipo del gimnasio se le aflojan las carnes, se le pican las muelas y se pone fondón, mientras el tipo del dinero conserva intacto el inmoral encanto de su billetera. Un tipo adinerado le dijo de madrugada a una mujer hermosa que le pidió consejo sobre los hombres: "El culto al cuerpo pertenece a una religión de valores pasajeros. Comprendo que te atraiga el apuesto tenista, el rudo boxeador, el chico guapo que tiene un impecable rostro sin caricatura. Eres joven, estás en la edad del instinto. A ninguna yegua le gusta que la monte un caballo de cartón. Luego pasarán los años, muchacha, el tenista habrá dejado la raqueta, el rudo boxeador habrá perdido la agilidad y la memoria, y en el rostro del chico guapo habrá irrumpido discretamente la calavera inexorable de un gato. ¿Y qué harás entonces? Entonces puede que te preguntes que podía haber de malo en rondar al tipo del dinero. Esa es la cuestión, amiga: El dinero envejece menos que la mano que lo mueve. Es probable que para entonces tu idea sobre la decencia haya cambiado. Pero así son las cosas en realidad. Cuando de tu belleza quede apenas un croquis en el recuerdo, el tenista, el boxeador y el chico guapo se habrán esfumado porque es ley de vida que las abejas desaparezcan al mismo tiempo que las flores. Pero yo seguiré aquí, arrimado a la barra del bar, con un ademán que pasaría inadvertido si no lo coronase el dinero. ¿Qué quieres que te diga, muchacha? No te diré nada. Es cosa tuya. Tal vez sepas a que me refiero esta noche cuando pasado algún tiempo lo tuyo no tenga remedio por culpa de que tu edad sea mayor que tu precio". A ella y a mí lo que dijo aquel tipo nos pareció una insolente vulgaridad y le volvimos la espalda. Al cabo de los años me reencontré con ella y me dijo: "Aquel tipo tenía algo de razón. No habría nada de malo en que me hubiese arrastrado hacia él su dinero. A fin de cuentas, a muchos hombres lo único que les importa de mi alma son los botones de mi blusa".