domingo, 8 de junio de 2014

Gárgaras de orina - Jose Luis Alvite

Gárgaras de orina - Jose Luis Alvite
No creo que sea muy discutible la idea bastante extendida de que los hombres noctámbulos y perversos llevan una vida divertida. Yo he conocido a unos cuantos y a veces fui uno de ellos, así que no me importa reconocer que la insensatez me ha dejado casi siempre mejores sensaciones que el sentido común. También he de admitir que la decisión de vivir intensamente esa clase de vida tiene un precio que hay que pagar sin remedio. Hay tipos que ceden puestos en la vida social porque de madrugada se les resiente la reputación y otro a los que en vez del prestigio, por desgracia les falla el hígado. Hombres insensibles a la mala conciencia se vieron obligados a abandonar su vida licenciosa porque el médico les dijo que si no cambiaban de horario y de ruta lo mejor sería que la próxima vez pasasen consulta directamente echados boca arriba, sin esperanza, en la camilla del forense. No basta el empeño en destruirse para conseguir la clase de ruina esperada. A veces demoler un edificio requiere más inteligencia que la empleada en su construcción.
Alguien me dijo de madrugada que se necesita mucha salud para permitirse uno el lujo de perderla lentamente mientras se disfruta de los placeres que acompañan a la hecatombe. Por otra parte, ni la salud ni el dinero aseguran esa felicidad nocturna. Yo me considero entre los hijos de perra que disfrutaron mientras echaban muchas cosas por la borda porque sabían que uno no puede presentarse a su naufragio con una maleta en cada mano y subirse luego a un bote en el que apenas caben el miedo, la muerte y los remos. Poco equipaje y dominio de la conciencia, esa es la receta. Naturalmente, no me refiero a trasnochar en la vigilia pascual. Te hablo de frecuentar lugares en los que el ambiente es tan tenso, y tan inminente el jaleo, que al barman lo único que le importa saber de ti con certeza es tu grupo sanguíneo. Es habitual que al final de la noche el matón del local pida un taxi para la chica que esa noche duerme fuera, pero no es infrecuente que de paso pida también una ambulancia para que se lleve al tipo que preguntó lo que no debía a un fulano al que no se le daba bien contestar. Una madrugada vi a un matón apretarle tanto el nudo de la corbata a un imprudente que con el torniquete aquel idiota estuvo a punto de cambiar de raza. Temeroso de que aquel desdichado empeorase en el local, el barman pidió una ambulancia, que llegó seguida por un coche de la Policía. Mientras el médico de la ambulancia le miraba las pupilas al cliente, un policía preguntó qué había ocurrido. Y el matón, sin inmutarse, le dijo: “No ocurre nada, agente. Se hizo daño con la corbata. Hay hombres que no saben ni vestirse”. El policía se volvió hacia mi por si tenía algo que decir. Yo me fijé en la mirada del matón y eché cuentas. Entonces le dije al policía que no había ocurrido nada del otro mundo. “Un malentendido, un simple malentendido. Ese tipo le preguntó algo al otro y se conoce que cada uno hablaba en un idioma. Discutieron y la cosa fue subiendo de tono. Creo que el hombre que se lleva la ambulancia es casado. Si aquí tuvo un problema, en su casa será aun peor. No estaría de más que le sugiera usted al tipo de la ambulancia que pensando en llevarlo a su casa, lo mejor antes de que se enfade su mujer será quitarle la corbata”... Y la cosa no pasó de ahí porque los tipos de aquel local eran gente bregada que controlaban a la vez la furia, la conciencia y el hígado. Cualquiera de ellos habría podido leer con los ojos cerrados el discurso de fin de año del rey, incluso mejorándolo sobre la marcha.

En una ocasión un tipo me siguió al baño en un local nocturno, se puso a mi espalda y me encañonó con una pistola. Me dijo que estaba harto de mis insinuaciones en el periódico y que la próxima vez me metería una bala por la uretra, para que luego hiciese gárgaras con un salpicón de sangre y orina. Al volverme después de habérseme interrumpido la meada, aquel tipo me echó las manos a las solapas de la americana y me zarandeó tanto que casi vomité el almuerzo de tres días. Después se largó sin darse prisa y yo tardé un buen rato en admitir que aquel tipo demacrado en el espejo era yo. Es la primera vez que cuento aquello y lo hago porque el tipo de aquella noche ya está muerto y ya son correas los gusanos que se lo comieron. Y también porque aquella noche aprendí que a ciertas horas, y en según qué lugares, un hombre ha de fijarse en quién le sigue los pasos hasta el baño. Y que en previsión de que alguien intente ponerte la mano encima, lo mejor para no vomitar con el zarandeo será que un sastre de confianza te haga una preciosa americana sin solapas.