viernes, 11 de octubre de 2013

Catedral de agua - José Luis Alvite

Catedral de agua - José Luis Alvite

Áspero y sentimental, eso es justamente lo que siempre quise ser. A eso aspiro desde niño, cuando en los anestésicos veranos de Cambados iba al cementerio a echarle pan a los muertos. Tía Pepita, que para sus cosas era muy sensata, intentó en vano disuadirme: "No hagas eso, no sea que los acostumbres". Tía Pepita no tenía una idea muy científica de la muerte. No sé si será cierto pero escuché decir que a sus difuntos los pinchaba con el tenedor antes de encargar el luto en la tintorería. Una vez dijo algo que aun ahora me parece profundo: "Lo que tiene la muerte es que te avejenta una barbaridad". ¡Caray!, cada vez que tía Pepita decía algo así, era como si en su rostro se abriese paso a codazos el rostro de Sir Winston Churchill. Conservo una foto suya conmigo en brazos. Aparece tan circunspecta y tan sobria, que es como si le hubiesen hecho la foto con una hormigonera. Aún ahora se me ocurre pensar que un desplegable de alguien así sólo podría colarse en el Código Penal. También ella era áspera y sentimental. Y con su herramienta quirúrgica lo mismo traía un crío al mundo que le cambiaba las dos ruedas a Federico Martín Bahamontes. En los ojos de tía Pepita retrasaba una belleza antigua y plural, una remanente y estupefacta belleza en'off'. ¡Qué bobada!, a veces se me mete en la cabeza que en su sorda virginidad, tía Pepita mascaba tabaco con la vagina. Y que de su útero arrancaba, como si tal cosa, el pescuezo de John Wayne. Pero tiene un sitio de honor en mis recuerdos. Y no olvido que aprendí a soñar en el estuario de su regazo. Alguna vez quise imitar su empaque, que era el empaque de mi padre. Que no lo consiguiese no fue culpa suya. Pero me habría gustado mantener hasta la muerte aquella áspera cordialidad de ujier. De haber sido así, ahora tendría esa desesperada elegancia que alcanza un mariposista en el lodo. Nada de aquello me fue transmitido genéticamente ni por la educación. De tía Pepita heredé el sentido retrospectivo del futuro. Y la certeza de que uno es lo que fue de niño. Y el recuerdo de los días azules en Cambados, cuando colgaba de las parras, como ganglios de codeína, el morse amarillo de las uvas, los días felices y lejanos, tiempos de entonces, muchacho, cuando por la letra de mi madre siempre se volvía a casa.
¡Áspero y sentimental!, eso es cuanto intenté ser en la vida. Lo aprendí de los míos, gente tranquila, un padre cuyas pisadas eran filatelia, y una madre por cuyos cabellos cansados aún ahora, ¡Dios Santo!, corre, deshuesado y fosco, el cachorro de la luz. En los momentos malos de ahora, a solas en las carreteras secundarias, aun siento que tutea mi rostro, como soda, la trigueña toga de su peinado. Y puedo jurarte, amigo mío, que recuerdo tan vivamente aquello, maldita sea, que incluso podría olvidarlo de memoria. Y seguramente rebasado por los días lejanos y por seis dedos de ginebra, hace cuatro noches le dije a mi amigo Suso Penoucos: "¿Recuerdas que éramos tan jóvenes, muchacho, que incluso nos parecía bueno olvidar los recuerdos?". Llovía a cántaros y el aire era una catedral de agua.