lunes, 2 de febrero de 2015

Piropos e insultos - Alfonso Ussía

Piropos e insultos - Alfonso Ussía

El feminismo, en su versión de enfermedad incurable, rechaza el piropo y abomina del piropo. De esas menudencias se ocupa. No salgo de mi asombro. La nada simpática Brigitte Bardot resumió recientemente lo que tantos españoles no hemos sabido ni columbrar. El deterioro de España. «Ha cambiado mucho España. Hace cuarenta años, sus hombres eran encantadores y regalaban a las mujeres “pigopos” muy divertidos e ingeniosos. Pero han desaparecido esos hombres y ya no dicen “pigopos” a las mujeres. España ha cambiado». ¿No se ha parado a pensar la rubia Brigitte Bardot que la que ha cambiado en cuarenta años, probablemente, ha sido ella?

El piropo, dicho sea de paso, es una tontería. Pero no un agravio. Puede ser desagradable si se ciñe a la grosería, el tópico y el lugar común. Pero también hay piropos oportunos y estallados de ingenio. Y no siempre son las mujeres las receptoras de un piropo emitido con perversa intención. Los hay que se resumen en el más burdo y arañado insulto. Fue Rafael Neville, hijo de Edgar, uno de los primeros españoles que se atrevió a salir del armario con todas las consecuencias. Le aplicaron en más de una ocasión la ley de Vagos y Maleantes, que no tuvo su origen en el franquismo, sino en la Segunda República. Rafaelito Neville, como era familiar y amistosamente llamado, paseaba con un movimiento cular desmesurado cuando pasó bajo un andamio en el que trabajaban dos albañiles dados al desahogo grosero. Y se oyó la voz de uno de ellos: –¡Adiós, maricón!–. La respuesta del insultado no se hizo esperar: –¡Adiós, Arquitecto!–.

El piropo procaz, el piropo espontáneo, el piropo excesivamente elaborado, el piropo de amor declarado o el piropo insultante. Piropo, al fin y al cabo, es todo aquello que se dedica a quien no se espera una frase pronunciada en público a favor o en contra de su persona. Se recuerda el grito piropero de una marquesa republicana al piropeado Manuel Azaña: –¡Presidente, guapo!–. Nadie se lo había dicho en sesenta años. Gloria Fuertes recordaba, siempre entre risas, el piropo que más le había emocionado oír. Se dirigió a un taxista en Sevilla para preguntarle por el camino a seguir para llegar a la calle San Fernando. El taxista se lo indicó: –Por ahí, todo recto, colibrí–. Eso es un piropo, no el insulto ni la benedicencia elaborada. Mi nariz no es precisamente una chincheta. Se dibuja perfectamente y con excesivo protagonismo. En un bar de Bilbao, el camarero esperaba mi decisión copera. Dudaba entre una cerveza y un jerez. Algo cansado de esperar, me preguntó: «¿Ya te has decidido, chato?». Se lo agradecí con hondura y sinceridad.

A una mujer poderosa de pecho no se le pueden mentar sus domingas, porque el piropo pasa a ser una vulgaridad descriptiva. Es obligado alabar sus tobillos. «Benditos esos tobillos, tan finos y lo que sostienen». Mujeres –con preferencia y mucha distancia de ventaja–, y hombres han disfrutado o padecido del ingenio o la vulgaridad callejera. Me lo decía Manolo, mítico portero del Hotel Velázquez de los años setenta.

–Lo mejor que me ha pasado. Un extranjero se ha subido a un taxi. He ido a cerrarle la puerta y con gran emoción se ha dirigido a mí: «Muchas gracias, Almirante»–.

Se ha perdido la costumbre del piropo, y lo poco que queda no merece la pena. De improviso, explosiona el talento popular, como lo hace el azahar en los naranjos de Sevilla, que no anuncian. Pero de una forma o de otra, perder el tiempo con feminismos enfermizos no lleva a puerto alguno. Si el piropo es oportuno, gracias. Si no es oportuno y se convierte en insulto, sus muertos. Y nada más.