miércoles, 11 de febrero de 2015

Los calcetines de ayer - Juan Tallón

Los calcetines de ayer - Juan Tallón

A VECES me pregunto qué es un día normal, y si lo que le proporciona normalidad es el desayuno, el paraguas roto con el que sales a la lluvia, o tal vez que hoy te pongas los mismos calcetines de ayer, vagamente sucios. Me inclino a pensar que no existen los días normales. Es posible que tampoco exista la normalidad y esta represente solo una estrategia de las cosas especiales y raras para pasar inadvertidas, como si no les agradase que se hable de ellas. No hace mucho, con el propósito de cometer un disparate, y hacer algo rarísimo, me puse a planchar calcetines. Inexplicablemente, esta tonta maniobra, casi audaz, me pareció de una normalidad escalofriante, equivalente a cenar un huevo frito.
En mi triste vida ya había planchado sábanas, calzoncillos, corbatas, cuellos de camisa, cigarros, incluso dinero, y los calcetines no me aportaron nada extraordinario, sino una normalidad tirando a fría. Planchar siempre es planchar. Aunque las cosas cambian de un día para otro. Recuerdo cuando era habitual, entre parientes, prestarse el pañuelo, sonarse los mocos y devolvérselo a su dueño. No te quedaba la impresión de haber incurrido en una cochinada. Ser familia era eso. No sé si desde entonces también la familia ha cambiado, pero si mi tío, o mi prima, hoy me ofrecen su pañuelo porque acabo de estornudar, los mando a la mierda, con el debido respeto. Ahora que lo pienso, si estás en condiciones de mandar a la mierda a un pariente, tal vez sea que la familia no ha cambiado gran cosa, por suerte.
Pero si quitas la familia, todo lo demás evoluciona, no necesariamente en un sentido bueno. En una ocasión le oí contar a Martí Gómez, y por la radio, que la camaradería existente entre periodistas y futbolistas era una de las cosas que más habían cambiado. Cosas que antes resultaban normales, como hacer entrevistas en el vestuario, después de los partidos, ahora no se toleran. Para ilustrar la evolución, se refirió a una experiencia personal. Un domingo, después de un partido de fútbol memorable, Martí accedió al vestuario del equipo ganador para entrevistar a la estrella del encuentro. Por cortesía, el reportero quiso felicitarlo antes de lanzar las primeras preguntas, y le estrechó la mano tan pronto el delantero salió de la ducha, todavía un poco enjabonado. Cuando se dio cuenta, tal vez por efecto del vaho, Martí le estaba agarrando el pene y chocándole las cinco.
Existió un tiempo en el que me parecía que la normalidad se alcanzaba cuando te comprabas un coche. No me pregunten, simplemente me lo parecía. Después de una vida de privaciones, en las que no te privabas de nada, en especial con el dinero paterno, la normalidad se acomodaba en el minuto que sacabas el carné y, después de años conduciendo el coche de papi, tenías el tuyo propio. Curiosamente, pasado el tiempo, te gusta pensar que la normalidad solo regresará a tu vida cuando consigas deshacerte del vehículo. Por desgracia, es más difícil que comprarse uno. Estamos acorralados por esta clase de paradojas, como cuando el actor que interpreta al juez en ‘Murder’, de Hitchcock, sostiene que «la verdad resulta a veces más inverosímil que la ficción».
La idea de normalidad con la que nos organizamos, y en función de ella decimos, por ejemplo, que el viernes no fue un día del otro mundo, o que el miércoles te ocurrió algo extraordinario, rarísimo, tiene que ver con una mezcla de cosas buenas y cosas malas. A todos nos pasan continuamente cosas desagradables y placenteras, en una mezcla informe, sin una pauta. Un día normal es cuando no sabes si ha sido bueno o malo exactamente, y que a la vuelta de una semana apenas podrás recordar.

Si tuviese que citar un episodio de una normalidad tan exhaustiva que casi podrías cortarte con ella, en la que el horror y la belleza se confunden, hablaría de un noche de diciembre en la vida de Chet Baker. El artista contaba que cierto año, después del día de Navidad, se había emborrachado sin quererlo demasiado. Bebió sin atisbo de nostalgia en los gestos, que adoptaron ese modo de comportarse rutinario que parece que solo posean las señales horarias en la radio. Después de todo, tenía costumbre desde pequeñito. Tal vez por esa fe en los gestos comunes, acabó llevándose a una chica a casa. Fue el día más feliz y más triste de su vida, alegaba. Porque acabar con aquella mujer se pareció a la constatación de un milagro. Pero la noche tuvo su continuidad en la amargura. A oscuras en el dormitorio, Chet se deslizó apenas un minuto al cuarto de baño, y cuando regresó, su chica jadeaba y exclamaba «Oh, Chet, sí, sí», mientras el compañero de piso le hacía el amor, aprovechando que ella creía que era Baker.