sábado, 15 de febrero de 2014

Niños terminales y pamelas meadas - José Luis Alvite

Niños terminales y pamelas meadas - José Luis Alvite


Es cierto que se publica mucha literatura cuyo destino más sensato tendría que ser el fuego y que de los cincuenta mil títulos que se editan en España, seguramente el 70 por ciento mejorarían reciclados en envases de comida para perros, pero no es menos cierto que siempre tendremos al alcance de la mano y del bolsillo un libro del que no nos interese únicamente el sublime narcótico del aroma de sus páginas recién impresas. En la novelita menos promocionada puedes encontrar un instante de suprema belleza, un personaje que ni borracho podrías imaginar, la descripción inmejorable de un paisaje, de un rostro, de una situación, del mismo modo que incluso en las heces de los cerdos con un poco de sol no es impensable que florezca una mata de rosas marrones. Personalmente he renunciado a encontrar en la vida real a una de esas mujeres de Jardiel Poncela que destilan heliotropo y se desencadenan con esa capciosa desenvoltura como de cefalópodos de seda por los restaurantes de alto copete, del mismo modo que en mis viajes por Castilla suelo cerrar los ojos a la realidad del catastro para percibir el paisaje como lo trataba Azorín, que tenía aquella facilidad tan suya para verle la estilográfica geometría al paisaje y contarlo luego como si redactase el campo ciñendo la pluma, como un tilo, como un álamo, al cartabón y a la escuadra. Todos habréis vivido alguna situación de ofuscada introspección y de cierto pánico a sucumbir a una metamorfosis del cuerpo, pero el mejor diagnóstico lo encontraréis sin duda en Kafka, aquel tipo que escribía como si se hubiese quedado atrapado en la arácnida arborescencia de su propio crustáceo. ¿Alguien mejor que Faulkner para describir a esos seres humanos en cuya palúdica existencia incluso los ademanes más suaves recuerdan el polipasto cautivo de las plantas carnívoras extasiadas, como pamelas meadas, en un invernadero? Por lo mismo, quienes visitan Venecia disfrutan más allá de la sugerencia turística si evocan la morbidez de la prosa de Thomas Mann mientras cruzan en silencio el Puente del Sepulcro presintiendo entre el arrozal poleo de la siesta, como una obstetricia funeraria, como la carpa herniada de un cementerio, las pasmadas cúpulas de La Pietá. "Muerte en Venecia" tendría que leerse incluso por prescripción facultativa cuando se enuncia el declive en nuestra bajeza carnal y en el "txangurro" de las playa de sarro y arena se frustra la salud de los muchachos polacos, grises y dominicales, que juegan con sus calderitos a construirse un túmulo de mica y seborrea. Lo leo cada verano. Y sé que al acabar se conmemora en mi rostro la barnizada fotogenia de alguien que se hubiese lavado la cara con el líquido que sobró de embalsamar su infancia.