sábado, 1 de febrero de 2014

Depresión - José Luis Alvite

Depresión - José Luis Alvite

Querido director: he entrado como en barrena, muchacho, y atravieso los peores momentos de mi vida. Arrimé de viaje a una playa y bajo el vuelo de las gaviotas de mi coche, ¿Dios!, mi coche lo cagaron los cuervos. No me encuentro físicamente fuerte y creo que estoy a punto de que incluso la muerte me produzca gases. Y, sin embargo, rehuyo los hospitales. Me aferro como un estúpido a la esperanza de que mi suerte cambie lavando el coche o frunciendo con los pies el calzado. La doctora V. acaba de diagnosticarme una depresión. Al principio eso me preocupó pero luego recapacité y creo que la depresión es lo más sólido que puede incubar ahora mismo mi puta cabeza. Mi letra es el fiel reflejo de cómo decaigo. Anoche quise tomar apuntes en la barra del bar y me pareció que incluso los puntos me salían alargados. A veces me contengo de llorar para no ver borrosa la lluvia. Hace años conocí de madrugada a un tipo que le pegó fuego al pelo para mirarse a oscuras en el espejo del baño. Aquel loco me juró que había apagado las llamas escupiendo contra su imagen en el maldito espejo. A veces se me ocurren ideas y las olvido casi simultáneamente, como si mi cerebro segregase lejía. En el 93 viví una situación semejante y entonces se me pasó por la cabeza saltarme la tapa de los sesos. Me contuve. Temí que mi muerte pasase inadvertida. Mi cadáver no entraba en los planes de nadie. Un tipo me sugirió entonces que me estrellase con el coche contra la tapia del cementerio para ahorrarle trabajo a los míos. También es cierto que me disuadió la sospecha de que en caso de suicidio, en casa sólo le echarían luto a los forros de los bolsillos. Dice mi amiga S. que soy un tipo sin obra y que si muriese, con mis pocos méritos incluso podría ocurrir que ni siquiera le pusiesen mi nombre a mi cadáver. También se me ocurrió que si por fin alguien me ayudase a saltarme la tapa de los sesos, mi sangre sólo serviría para fregar el lugar del crimen. Uno no sabe con certeza de dónde le viene la depresión porque estuvo muy ocupado en ignorar lo que se le venía encima. Atento a lo que te rodea, el caso es que no te fijas nunca en ti, como esos viejos músicos del Savoy que en otros clubes tocaban para los demás un repertorio lejos de sus gustos personales. A veces uno se vacía intentando llenarle la vida a los demás. Luego resulta que se hizo tarde y cuando se fueron las coristas descubres que se llevaron tus ilusiones y tus esperanzas y que te dejaran a solas con la cisterna del retrete y el fajo de las facturas. Dice Ernie que en los peores momentos de su vida, un hombre, cualquier hombre, comprende que uno mismo sólo es el sitio en el que secar su ropa. Fue una madrugada, hace acaso diez o quince años, mientras el pianista Larry Wi1son tocaba algo de Kern rastreando las notas en las fotos de sus hijos. Me dijo el jefe: «Llega un momento, muchacho, en el que te haces mayor y tienes que entrar en razón porque tu vida toca a su fin y de lo que se trata es de hacer planes para el pasado, así que una mañana decides emprender el retorno antes de que los tuyos se hayan esfumado y durante el regreso sólo te reconozcan a grosso modo los cuervos». Eso dije Ernie y aunque no lo cumplió y sigue la pie del cañón en el Savoy, lo cierto es que ya no es el tipo animoso de antes y cada vez que se empareja con una mujer, lo hace para tener quien le abra la puerta a los muchachos de la funeraria. Anoche mismo le conté mi estado de ánimo y me recomendó paciencia: «Tus decisiones son tuyas, muchacho, pero ten en cuenta los años que llevas entre nosotros y nunca olvides, amigo mío, que la historia de un hombre no está donde puso los pies sino donde dejó las huellas». No tengo claro mi destino, director. A veces tengo la vacía sensación de haber pasado por la vida con los pies en las palmas de las manos... Dice Chester Newman que de las depresiones hay que salir sin volverle la espalda a las cosas, «como hacía Billie Ongaro, que superaba sus enfermedades secando al fuego el sudor de la fiebre». Y lo cierto es que conocí a pocos tipos tan sufridos como Ongaro que incluso era alérgico a sus propias narices. Al rostro de Billie le faltaban la mitad de las facciones. Por lo visto se habían quedado estampadas en la mano del detective Fuller la tarde que le interrogó a fondo en comisaría por un asesinato que no había cometido. De regreso aquella misma noche en el Sayoy, Billie se sinceró con el jefe: «Me sentí muy deprimido cuando me miré al espejo y comprobé los desperfectos. Me pareció que incluso tenía en carne viva el cuello, de la camisa. Fue terrible, Ernie, muchacho, pero me rehíce al poco rato. Pensé que con la mitad de las facciones al menos perdería menos tiempo en mirarme al espejo». Desde entonces, mirar a Billie Ongaro es como recordar un texto con erratas. Recuerdo que en una ilustración para la columna de Chester Newman en el «Clarion» el dibujante tuvo el acierto de su vida redondeando su trabajo con una goma de borrar. Muchos recuerdan a Billie como «ese tipo que sonríe en zig-zag». En sus momentos más sombríos, no le sube la sangre más arriba del cuello, y es como si llevase a hombros la lívida cabeza de un muerto. Los días de crudo invierno, Billie Ongaro se da color a la cara apretando el nudo de la corbata. Saldré adelante aunque sea empujando los pies con las manos, director. Otros lo tuvieron peor en el Savoy. Al pobre Sony «Sweet» Sullivan con los golpes en el ring se le hinchaba incluso la saliva. Al final de su carrera le renovamos los papeles para un viaje al extranjero y estaba tan destrozado que la foto del pasaporte recuerdo que se la hicieron acostado. Fue muy duro lo suyo. Pero el pobre Sony sólo lamenta haber perdido tanta vista, que necesita gafas para ver sus propias lágrimas.