jueves, 27 de febrero de 2014

Corazones con hígado - José Luis Alvite

Corazones con hígado - José Luis Alvite

..Se necesita tener alicientes y objetivos para vivir con entusiasmo, como viven las personas que se conforman con depurar sus pasos en las clases de baile de salón y los nuevos ricos al mejorar su handicap en el golf. Lo importante es evitar la monotonía y por eso hay quien lee cada semana un libro distinto, del mismo modo que otras personas se emplean a fondo en el gimnasio, en las didácticas sesiones de alcohólicos anónimos o rezando de rodillas en un reclinatorio nuevo. Es desolador carecer de alicientes y que la única novedad interesante en tu vida sea el pasado. Muchas personas se deprimen porque no ven horizontes. Se ensombrecen con el paso de los años y a veces no pueden levantar el ánimo hasta que sienten, como un alivio, la inminencia de la muerte, esa serena monotonía para la que no se requiere el menor esfuerzo, ni siquiera el residual esfuerzo de cambiar de postura en cama para no roncar con las borras del viático en el momento del óbito. La melancolía depresiva es un estado de ánimo muy literario del que cuesta mucho salir sin meterse las pastillas del siquiatra por la sien con una pistola. Cuando afecta a un artista, tiene de bueno que genera al mismo tiempo zozobra y novelas, aunque los resultados raras veces favorecen al autor, que se limita a parir con el insufrible dolor de una mujer obligada a expulsar por las narices el feto, la placenta y la mano blanda y glandular del ginecólogo. Muchas de las mejores páginas de la literatura y no pocos de los cuadros pictóricos más emocionantes, fueron firmados por tipos en cuyas vidas amanecía con la agonizante luz del crepúsculo. Nuestra felicidad depende con frecuencia de la contemplación de la obra de hombres sin esperanza y sin alegría, tipos confusos y a menudo solitarios que miraban con angustia la luz mientras se le comían los ojos los cuervos. En Edgar Allan Poe, la deslumbrante y sobrecogedora belleza de su escritura disimula con una brillante capa de luz el amargo sabor de sus vómitos y aquella alucinada soledad a la que murió abrazado en un callejón en el que la deslumbrante brisa del baile solo de vez en cuando entraba a mear. Scott Fitzgerald alcanzó fama y dinero, disfrutó de la vida hasta que a su boca se le volvió amargo el sabor del dulce y solo salió de aquella delirante borrachera de de jazz y sombreros para identificar en el espejo los malgastados rasgos de su cadáver, cuando ya no era posible dar marcha atrás y vivir como un hombre corriente, como cualquiera de los millones de hombres y mujeres que disfrutaron leyendo las historias que le ocurrieron a aquel triunfante hombre de mundo cuyas manos mismo parecía que estrenasen cada día el sudor, el tacto y el peso liviano, verde y acurrucado de los tibios polluelos del dinero. Sus portentosos personajes se habían quedando con su salud mientras el barman se quedaba con las heces de sus bolsillos y su hija jugaba con las polillas de su peluche. Le ocurrió a Fitzgerald como a Truman Capote y como a tantos de esos maravillosos escritores que aman por encima de sus posibilidades y mueren reventados por el desenfreno y por los vicios, con una muerte a lo grande, como sucumben los genios cuando llega ese jodido momento a partir del cual sus pies ya no son capaces de seguirle los pasos. A la ordenada, metódica y saludable gente de diario por lo general suelen fallarles el reloj y el coche, pero los tipos bohemios y soñadores sucumben, amigo mío, porque al corazón de los poetas, maldita sea, tarde o temprano, les falla el hígado...
..Calquier aficionado al jazz conoce el trágico final del saxofonista Charlie Parker, el espeluznante itinerario vital y estupefaciente de Miles Davis, las lágrimas de Louis Armstrong mientras apretaba contra la embocadura de su trompeta aquel jodido cáncer en los labios, la mirada de John Coltrane cuando se juntaban en la perdición de sus ojos la silvestre luz de la inspiración y la solitaria liturgia de la heroína; los pulmones de Dizzy Gillespie soplando con la boca apenas visible entre aquellas mejillas hinchadas como nalgas... porque el jazz nació entre las putas del bacanal y bochornoso barrio de Storyville, se fue en autobús a Kansas City y a Chicago, se plantó en el Minton´s de Nueva York, surgió el bebop, sobrevinieron luego el jazz cool, el free jazz, la apoteosis del festival de Newport, las triunfales giras de los negros por los salones liberales y fumados de París, el sello Verbe, los chicos líricos de la Costa Oeste, Chet Baker, Stan Getz, se cruzó en su camino el elegante bossa nova de Jobin y de Morais, hasta llegar a los Marsalis, dejando por el medio el fiasco del jazz de cámara, aquella imperdonable pretensión de los intelectuales de convertir la música torrencial y gástrica en una asignatura académica que la retirase de los andurriales y de los cabarés para recluirla en los paraninfos o como ilustración en las sesudas conferencias de los catedráticos de griego, con lo cual se privó al jazz de sus elementos esenciales: la improvisación, el desaliño y los vicios, alto tan estúpido y tan poco natural como lo sería la pretensión de criar un tigre con una dieta de canapés y acelgas, algo tan descabellado, amigo mío, como colar la aflautada voz del general Franco en las minerales frases de Burt Lancaster, aquel tipo como a granel que resultaba todo lo atractivo y peligroso que puede resultar un hombre en cuyo aliento la mitad de la sinceridad sea mentira, y el resto, sencillamente, cerveza. Nacida entre los funerales y la calle, la del jazz es una música que no proviene de las partituras, sino de los sumarios. Tiene que ver con las flaquezas y con las emociones humanas, con lo cual resulta inadmisible cualquier tentación de acomodo que altere su esencia. Algunas de sus mejores interpretaciones las consiguió Charlie Parker en un penoso estado físico, convirtiendo en arte la jaqueca de la resaca o los desvaríos de la última dosis de droga, casi inconsciente, capaz apenas de apretar los labios en la boquilla del saxo, sin un centavo en los bolsillos, con las fuerzas justas para separar en sus notas la saliva, el llanto y los vómitos. Abundan en el mundo del jazz los tipos como él, chicos sin padres y sin escuela, tipos salidos de los suburbios de las ciudades para caer muertos a las afueras de Dios. Hace falta una adecuada formación para ser ingeniero de minas o catedrático de bioquímica, pero para ser Charlie Parker, muchacho, para ser alguien como el Pájaro Parker, lo que se necesita es un pecho grande y desolado como un mausoleo, el fuelle preciso para hinchar un hueso, y un buen puñado de deudas. Eso explica que los más grandes del jazz hayan triunfado con prestigio y sin dinero, libres y dignos, como un puñado de monjes que en el subidón de la droga le rezasen a una Virgen humanizada con el rostro malgastado de Billie Holiday, aquella chica sensible y comatosa que nos estremeció porque cantaba acusando en su voz el licor de la inspiración y el dolor de los hematomas...