martes, 4 de febrero de 2014

Llamada con retraso - José Luis Alvite



Llamada con retraso - José Luis Alvite



Por más que unas cuantas veces lo intenté, la verdad es que nunca he podido vivir sin alguna clase de afecto. En una época de mi vida en la que prescindí por completo de los amigos y viví de espaldas a mi conciencia, me encontré tan solo que una noche en un garito me inventé un cáncer de páncreas para que alguien me demostrase aprecio. En aquellas circunstancias supe que en el caso de que no consigas que alguien te busque por amor, al menos has de intentar que haya quien te busque por rencor. Lo que cuenta es estar en la agenda de alguien, sea porque esa persona te aprecia, tal vez sólo porque le debes dinero o, simplemente, porque te confundió con alguien bastante mejor que tú. Yo conocí hace años a un tipo que miraba las esquelas de los periódicos y acudía vestido de negro a todos los funerales de la comarca. Se colocaba en las últimas filas durante las exequias y esperaba a que las personas más próximas le diesen el pésame. Una noche echamos cuentas mientras tomábamos copas en un bar y resultó que se le habían muerto trece familiares en dos semanas. Repasadas con todo detalle las cuentas, aquel tipo se sinceró conmigo: "No tengo méritos personales para que me aplaudan, ni un expediente académico que pueda animar cualquier conversación. Tampoco tengo aspecto de hombre interesante. En el cine no recuerdo haberle tapado a alguien la película con mi cabeza. Una tarde entré en una sala donde iban a dar una charla y el conferenciante lo primero que hizo cuando me vio delante fue pedirme un vaso de agua". Hablamos luego de ser o no ser valiente como factor que despierta la admiración o el desprecio de los demás, y él me contó que en una ocasión había visto caer a una mujer al mar desde un malecón y en vez de lanzarse él al agua pidió auxilio para que acudiese otra gente a salvarla. "No es que sea un cobarde, ¿sabes?, lo que pasa es que temí que aquella mujer se resistiese a que la sacase del agua un tipo corriente como yo. Sólo se me da bien hacer las cosas mal". Yo no dije nada. Miré el reloj para insinuarle que se nos hacía tarde y al salir a la calle, y después de tomar caminos distintos, al llegar al coche prendí un cigarrillo y pensé que aquel tipo seguramente tenía razón al inhibirse de un esfuerzo que tal vez nadie habría esperado de él. Y recordé que en una ocasión que estaba de paso en Vilalba cerré el coche con las llaves dentro después de haberle pasado el seguro a las puertas. Había anochecido y no había ninguna cerrajería a mano, así que intenté forzar la ventanilla. Entonces apareció un guardia y me preguntó que diablos estaba intentando. Le dije que era mi coche, que mis llaves estaban dentro y que no estaba dispuesto a dormir aquella noche en Vilalba. Entonces aquel tipo me llevó a las dependencias de la policía local, me hizo que vaciase los bolsillos y me tomó declaración bajo la acusación de haber intentado robar…¡mi propio coche!.

De regreso en Compostela entré en un local de copas, me fui al baño y me miré en el espejo. Y entonces comprendí que en aquella etapa de mi vida un tipo como yo sólo merecía ser propietario de las deudas que pudiese contraer. Me senté luego en un taburete de la barra. Al otro lado bebía en una copa empañada de carmín una fulana con un cenicero lleno de colillas. Ví que arrugaba su cajetilla vacía y se la daba al camarero. No quedaba tabaco en el bar. Me pareció que tenía ansia por fumar, así que me acerqué y le ofrecí un cigarrillo. Y aquella mujer, que tenía delante de sus narices más cenizas de las que hay en el Panteón de Galegos Ilustres, me miró de soslayo y me dijo que no fumaba. Entonces quise llamar a casa para avisar de que llegaría tarde y le pedí al barman monedas para el teléfono. El barman me dijo que el teléfono estaba fuera de servicio. "Se acaba de estropear", advirtió con cierta rutina, casi con indiferencia, mientras en ese justo instante sonaba una llamada en el puto teléfono. Pregunté: "¿No decía usted que el teléfono estaba estropeado? ¿Y esa llamada? ¿Es de un ventrílocuo esa jodida llamada?". El barman se apoyó frente a mi de manos abiertas sobre la barra con sus narices casi dentro de las mías: "Le he dicho a usted que el teléfono se me estropeó hoy". "Bien –insistí– ¿y esa llamada que suena?". "Esa puta llamada es de ayer".

Eran las siete de la mañana cuando salí a la calle. Acababan de abrir los quioscos pero renuncié a comprar el periódico. Temía que después de lo del maldito teléfono de aquel bar, por la simple ocurrencia indolora e inocente de leer la prensa me estallase en las manos con retraso la II Guerra Mundial.