martes, 4 de junio de 2013

Seis puñados de lentejas - José Luis Alvite

Seis puñados de lentejas - José Luis Alvite

Conozco a muchas mujeres que estarían dispuestas a romper con su vida familiar de muchos años y dar un paso hacia delante en busca de la libertad y del placer sin importarles siquiera que al otro lado de la niebla acaso les esperen la decepción, el remordimiento o el abismo. Sólo unas pocas al final se deciden a dar el paso, echan dos mudas en una bolsa, queman en un cenicero la última lista de la compra y salen al encuentro del tipo con el que esperan compartir la emoción de la incertidumbre, la indescriptible excitación del caos, enfrentadas a partir de ese instante a una existencia aleatoria en la que sólo queden a mano las cosas que estén fuera de su sitio. Pero esa clase de mujer son casos contados. El resto hacen conjeturas, sopesan las ventajas y los inconvenientes, y aunque aprietan los dientes y parecían dispuestas a no volver la vista atrás, lo cierto es que recogen otra vez la llave del felpudo y prefieren renunciar. Ellas dicen que se quedan porque se deben a los suyos, pero yo creo que en esas circunstancias mis amigas llaman responsabilidad a lo que ellas y yo sabemos que sólo es cobardía. Esa actitud claudicante y miedosa recuerda en cierto modo la angustia de los esclavos negros de Virginia o de Alabama al enfrentarse a la incertidumbre de la libertad tras la derrota del Sur y el desmoronamiento de aquel mundo señorial, soñoliento y esclavista en el que si bien se sabían atados a la disciplina de las oprobiosas plantaciones de algodón, al menos estaban seguros de cenar cada noche cualquier cosa que diese pena vomitar y mejorase al menos la comida de los perros. Una de esas amigas mías se hace trampas para vencer la tentación de romper amarras y no le importa reconocerlo. Una madrugada me la encontré de copas en la barra del «Corzo» y me dijo: «Me da miedo que mi conciencia no me reproche la decisión de abandonar a mi familia y cambiar de vida para ser feliz. Para que eso no ocurra me creo compromisos estúpidos que me obliguen a seguir en casa al día siguiente. ¿Por qué diablos crees que pongo tan a menudo a funcionar la lavadora sin ropa y dejo cada noche seis puñados de lentejas en remojo? Puede que sea muy triste, pero necesito convertir mi aburrimiento en un deber». Mi amiga ya no ama a su marido y sus hijos viven lejos. Pero no se larga de casa porque, aunque ella no lo diga, yo sé que lo que de verdad le preocupa no es tener un buen motivo para marchar, sino que no acierte luego con una buena razón para volver.