miércoles, 5 de junio de 2013

El Papa y el guardia - Raúl del Pozo


El Papa y el guardia - Raúl del Pozo
El domingo, Francisco, desde la Basílica de San Pedro, recitó una plegaria global, conectada a la Red. Su sermón no sonó a miss recién elegida, sino a sotana socialista. Llegó a la cruel mandíbula de los tiburones, al trigo negro de la estepa, a los sótanos-fábricas donde los gamines sudan el oro de los paraísos. «La riqueza no hace fácil el camino hacia el Reino de los Cielos», proclamó. En la Casa de Santa Marta anunció que las quejas de los indignados han llegado a Dios y, como anuncian los libros sagrados, la polilla empieza a comerse el oro.
Ayer, prescindiendo del paraguas bajo la lluvia, como prescindió de la silla gestatoria, el amigo del barrio vino a anunciar que los corruptos, los políticos y banqueros que han estafado son el Anticristo. Un hombre de Estado dice: «Se ha ganado la credibilidad, lleva a la Iglesia al lugar de donde nunca debió salir».
¿Se ha convertido la tiara de tres coronas en la gorra del Che? Los apellidos vascos le van a acusar de ser jesuita-peronista y le van a cantar «Sos el primer trabajador».
El cimborrio de los cardenales, con más poder que los antiguos dioses, prepara el veneno en los anillos. La oligarquía argentina teme que beatifique a Evita, a la que el general conoció en un quilombo, y a la que ven tan prostituta como Magdalena.
El Papa no sólo ha leído a San Ignacio o el Martín Fierro, sabe por La divina comedia que cuando Dante estuvo en el infierno vio a papas y cardenales, ladrones, reinonas y bujarras.
«Es porteño y sagaz, su programa es el amor a los pobres, se escapa del Vaticano. Se toma con calma los nombramientos y no le gusta viajar», explica un cardenal de paisano. Camina por las calles de Roma como un cura de aldea, montando el show de la proximidad. Este Papa, que habla español, no quiere parecerse nada a Alejandro Borgia, que fue más disoluto que Calígula. Lo que más sorprende en Roma es el trato que les da a los guardias con trajes diseñados por Miguel Ángel, los que se enfrentaron a muerte a los lansquenetes alemanes hinchados en el saco de Roma, cuando los españoles querían linchar a la «puta roja».
Francisco hizo un elogio de la heroicidad de su guardia y, al ver delante de su dormitorio a uno de ellos sin parpadear con su yelmo, su lanza y su pluma roja, le ofreció una silla, pan y jamón al que guardaba su sueño. El guardia se negó, el Pontífice le recordó que él era su capitán y el soldado dejó la lanza y su yelmo y se puso a roncar como una vaca suiza.