sábado, 15 de junio de 2013

La Feria - Raúl del Pozo



La Feria - Raúl del Pozo
La Feria del Libro es muy importante, más que aquellas en las que los cartujos vendían yeguas de raza. Este mercadillo del ingenio y la vanidad congrega a príncipes, concejales y gente que muchas veces se va con las bolsas de plástico llenas de aire.
No todos los autores escriben por vanidad, algunos escriben para vivir, cuando por fin descubren que la egolatría es el principal género literario y que los lectores admiran sobre todo los pensamientos que coinciden con los de ellos mismos. Alguien tendría que investigar la diabólica relación entre autor y lector, y la voracidad con que consumen ediciones de pronto, inesperadamente, de un libro. Camilo José Cela veía ése como un hecho misterioso e ignoraba las causas de la delectación o el rechazo. Pascal, ludópata antes que filósofo, aconsejaba a los escritores que no pensaran tanto en sí mismos y no provocaran al lector porque el lector suele tener tanto ego como el escritor.
Cuando estás en una caseta como el niño que vende naranjas en una autopista o la pantera en una jaula de Ámsterdam, puedes ver cómo pasan algunos visitantes increpándote con la mirada mientras se dirigen, orgullosamente, a que les firme un libro el que está al otro lado de la caseta. No es paranoia, es real. Por eso es casi un placer no tener libro en la mesa de novedades; así la editorial te pondrá a hacer la carrera con el título que te ha premiado después de pactarlo con un jurado de pega o atrezo. En la feria se trabaja de dependiente para tu editor, para tu representante, y sólo envían taxis y flores a los best y a los shares. La feria son unos ejercicios espirituales sobre la vanidad, bajo los árboles, entre mujeres que leen la mano.
Me han contado que algunos escritores de culto han sido aplastados por Revilla y por la madre de Jesulín. Vete tú a contarles a estos príncipes de las letras que los libros más vendidos de la Historia, a excepción de El Quijote y algunos relatos piadosos, fueron los anuarios de Hacienda, los almanaques y los libros de cocina.
A mí me hubiera gustado ser un best seller, pero exigiendo a los editores que no me llevaran al Retiro como a los monos, aunque tuviera que olvidar la fuente pura de la prosa y sin llegar a la audacia de relatar el lobby gay del Vaticano, lo cual resultaría un trabajo de riesgo.
Un best seller, qué sueño, aunque dijera Borges que en su época no había best sellers y así no podían prostituirse los escritores. «De mi libro Historia de la infamia–escribe– vendí 37 ejemplares en un año. Podía imaginar mis 37 lectores. Pero 5.000, 10.000 son ya la abstracción, la nada».