jueves, 27 de junio de 2013

Fuego meado - José Luis Alvite

Fuego meado - José Luis Alvite
Sería por culpa de la ambigüedad moral que te invade al cabo de tantos meses de insomnio, el caso es que aquellos fueron sin duda los momentos en los que estuve cerca de acertar con mi vieja idea de unir mi destino al de una mujer ambiciosa, atractiva y perversa en la que incluso fuese imperdonable la bondad, alguna de aquellas fulanas ambiciosas y desalmadas, maduras y desesperadas, aun hermosas, en cuya compañía siempre pensé que incluso la muerte podría parecerme un premio, y mi cadáver, el trofeo. Se llamaba R. y necesitaba unirse a un hombre que le ayudase a desplazar de su lado al tipo rudo y vulgar con el que llevaba quince años casada. «Bésame –me decía– y sentirás como un anticipo de la gloria el placer de escupir en la boca de mi marido». Acudí a su casa unas cuantas tardes aprovechando que aquel tipo trabajaba por horas acarreando equipajes en un hotel. Me gustaba correr el riesgo de que apareciese su marido y hubiese una trifulca. Sabía que me estaba engatusando y que aquella historia podría acabar muy mal, pero en el fragor de la lujuria, en la berrea de su cama con las patas desiguales, de repente me sentía redimido por el olor de la fruta que llegaba desde la cocina mientras en la boca de aquella mujer maduraban la saliva y las blasfemias y se apoderaba de mi conciencia el deseo de no parar, el ansia de insistir en el riesgo, como un atleta que si corre hacia la meta es por temor a que por la espalda te alcance de nuevo el fracaso. «Tienes que sacarme de aquí y ocultarme a tu lado en alguna parte», me pidió una de aquellas tardes. «Será lo mejor –insistió– antes de que mi marido sepa lo nuestro y pierda la cabeza». Me gustó que hablase de «lo nuestro». Sonaba cómplice, amoral y excitante, como si estuviese robando en sus bolsillos mi propio dinero...
Ella era una pasión para mí, una tentación arriesgada que yo sabía que me perdería interés tan pronto dejase de suponer también un peligro. Deseba compartir su intimidad, pero no quería cometer el error de formar parte de su rutina. Y tampoco estaba seguro de que sus sentimientos no fuesen más que la falsa apariencia de su ambición, la ganzúa en la que a veces me parecía que se convertía su sonrisa cuando pensaba que yo jamás sería capaz de tomar una decisión que no fuese copia literal de la suya. «Podríamos alquilar un piso en el otro lado de la ciudad, en una de esas calles que tanto te gustan en las que ni siquiera estuvo más de cuatro veces el cartero», me propuso una de aquellas tardes de lujuria y tensión en su alcoba. «Tú disfrutarías con más calma del placer y yo estrenaría cada noche lencería», dijo con aquella voz saciada que olía como su pelo. Me defendí como pude: «No funcionaría. Suele ocurrirme que me produce más placer viajar cuando, sentado en mi automóvil, imagino que voy al volante de un coche robado. ¿No estamos bien así? Me atrae el riesgo que corremos. Creo que un hombre como yo sólo puede ser feliz si para conseguir la felicidad necesita agallas». Escuchó mi contraoferta ladeada en la cama, con un cigarrillo en la mano, sin perder la compostura, segura de sí misma, sin duda convencida de que sucumbiría a su proposición tan pronto volviésemos a encontrarnos en su alcoba y mis manos descubriesen otra vez en su cara el mismo tacto irresistible que si pasase la mano por sus medias. Solía ocurrir, sobre todo cuando pasaban algunos días sin vernos y al sentir su sensualidad invertebrada pensaba que incluso si me disparase en la boca me habría parecido sexo oral. Una tarde me dijo: «Los vecinos hablan y mi marido escucha cosas. Un día se me escapará tu aliento en su boca...».
Me desentendí de sus sugerencias como pude y seguí visitándola en su casa. La idea de alquilar un piso al otro lado de la ciudad no era desde luego lo que esperaba de ella. Necesitaba una alternativa más fuerte, algo que en vez de disminuir la tensión aumentase el peligro y nos obligase a tomar una determinación dramática, un giro inesperado que, además de confirmarnos como amantes, nos uniese en la custodia del secreto de algo verdaderamente inconfesable. Mi idea era entonces que dos amantes no podrían conseguir el placer de la gloria si camino de alcanzar el paraíso no les saliese al encuentro el grave riesgo de pisar la cárcel. Se lo había dicho la primera vez que bailamos juntos en aquel húmedo local sin gente en el que la pista se oscurecía aún más al encenderse la lepra de la luz. «No sabría decirte qué es exactamente lo que me ocurre contigo, pero creo que por primera vez me doy cuenta de que eres la clase de mujer tentadora y complicada con la que sería feliz compartiendo al mismo tiempo mi dinero, tu codicia y un cargo de conciencia». Ella se refugió con ahínco entre mis brazos como si con aquel pensamiento la hubiese cogido el frío. «¿Matarías por mí?», preguntó casi con rutina, sin darle demasiada importancia, como si supiese la respuesta. Enterré mis narices en el aliento pecuario de su abundante mata de pelo negro y aspiré su olor a caballeriza, el perfume carnal y cobrizo de aquella melena en la que me pareció que contenía su estampida la yeguada ciega del sexo. ¿Por qué diablos no habría apalabrado con ella aquella noche el crimen que además de confirmarnos como amantes nos convirtiese en cómplices? Comparada con aquella posibilidad, la idea de mudarnos a un piso a las afueras me resultaba un riesgo sin la menor emoción. Era como asaltar un banco y abrir allí mismo una cuenta con el dinero del botín...
Al ver que yo no me decidía a dar el paso que esperaba de mí, buscó una excusa para espaciar nuestras citas. Sin duda, pensaba que el racionamiento me haría entrar en razón de la manera como solemos hacerlo los hombres cuando nos puede el deseo: perdiendo la cabeza. Aunque llevábamos poco tiempo juntos, me conocía bien. Sabía que la buscaría aun a sabiendas de que ella fuese sólo el cebo al final de la ratonera. Nuestra relación estaba aún en ese punto en el que, antes de convertirse en una costumbre, lo que uno siente por una mujer es un capricho. Era justo ese momento de ambigua moralidad en el que una mujer nos resulta fascinante por lo que desconocemos de ella, el tiempo no muy largo, pero intenso, en el que una mujer nos parece una diosa gracias a no haberla visto nunca repasando la lista de la compra sentada en el retrete. Ambos sabíamos que aquella atracción no tardaría en resentirse por culpa de la rutina y que entonces mi entusiasmo iría a menos. Por eso cuando nos reencontramos una noche en el mismo local en el que habíamos bailado aquella vez, me dijo ella: «O nos decidimos ahora o no lo haremos nunca. Con el tiempo nos volveremos sensatos y ya no encontraremos razonable perder el sentido. Nos volveremos rutinarios y mansos. La nuestra sería entonces una relación aburrida por la que pasarían diez años cada día. Incluso podríamos tener la desgracia de que mi marido ni se entere de lo nuestro, de modo que, como me dijiste una noche, habremos vencido con el extraño sinsabor de no haber derrotado a nadie». Bailamos de nuevo la canción de entonces y acordamos que yo alquilaría un piso a mi nombre al otro lado de la ciudad. Nos dimos un largo beso deshuesado y sentí como por su boca pasaban a la mía su conciencia, su alma y las vísceras de su saliva.
De repente irrumpió un verano cálido y húmedo, la meteorología carnal y caldosa que alienta la infidelidad, afianza los vicios e incita al crimen. Pensé entonces que la temperatura que me impedía concentrarme para escribir solía ser en mi caso la misma que me llevaba a relajarme y temí que mi conciencia fuese incapaz de reprocharme nada que en cierto modo me alentase a cometer el calor. Recordé que en las estribaciones de mi adolescencia el verano era el momento de la vida en el que prevalecía la lotería de los instintos y me podía permitir el olvido impune de los preceptos reglamentarios del catecismo. Por encima de los treinta grados centígrados mi conciencia se sentía libre de perder el control y Dios se esfumaba como un gramo de sal en un plato de sopa. Fue entonces cuando nos instalamos en aquel piso al otro lado de la ciudad, en una calle anónima en la que era como si las fachadas de los edificios estuviesen escondidas dentro de sus portales, un rincón en el que con el viento se agrupaban el olvido, la mierda y los perros. Ella lo consideró «un primer paso» en sus planes. Aspiraba a más, a mucho más. «Me gusta que hayas tomado esta decisión por mi, cariño –dijo– pero creo que no merezco que este placer momentáneo se convierta en un castigo duradero... Necesito vivir a tu lado el tibio calor refrigerado de la gente con clase, compartir en algún momento el placer de lo exclusivo en uno de esos lugares elegantes en los que tú me dijiste aquella noche que se escucha a lo lejos, como un cuco, el peloteo de las chicas tontas dando indolentes raquetazos en sus pistas de tenis... ¿Recuerdas?, un sitio como el Gran Hotel de La Toja,... ese refinado ambiente sin ruido en el que en la luz del bar inglés medra como maleza la cretona de la penumbra...».
En medio del calor insoportable de aquel verano tuve un momento de lucidez y comprendí que mi conciencia era más elástica que mi economía, y que si seguía el ritmo que marcaba ella, llegaría el momento en el que no podría costearme mis instintos. Ella insistía en el capricho de una vida elegante. «No soy una mujer cualquiera. Jamás habías imaginado tu vida al lado de alguien como yo. Tenemos que salir de este horno y que se nos vea. Nuestra cama es como acostarse en una llaga. Tenemos una nevera que asa el hielo. ¿Para qué me tienes? ¿Para ocultarme? ¿Serás tan idiota de tener un coche de lujo parado en el garaje?»... «No puedo pensar con este calor –me defendí– Tampoco sé muy bien qué pretendes. ¿Ya no te sirve el dichoso piso al otro lado de la ciudad? ¿No se trataba de evitar a tu marido? Te dije que no sería una buena idea. La Toja no es nuestro mundo. Estamos donde nos corresponde, en un piso en el que solo valdría la pena robar la basura. Somos llamas distintas de la misma hoguera y estamos condenados a abrasarnos en uno de esos fuegos meados que dejan en el suelo un rastro de orina al arder». Se ausentó al dormitorio y regresó al poco rato cambiada de ropa. «Es el único vestido que tengo sin estrenar. Comprenderás que no me lo he puesto para asistir elegante a nuestro fracaso. Arréglate y nos largamos. Tengo algo de dinero en el bolso. ¿Me subes la cremallera?». Me volvió la espalda y se recogió con las manos el pelo sobre la nuca. Yo no quería ceder, pero lo hice. Fue como si le hubiese subido la cremallera del vestido con las manos de otro hombre. Sentí como si con el calor de su cuerpo fuese a salirme por el pecho el sudor de la espalda. Pensé que en La Toja estaría a la sombra el sol.
Cenamos sin problemas en el Gran Hotel de La Toja. Aunque elegí una mesa al final del comedor, mi chica llamaba tanto la atención que fue como si aquel rincón estuviese en la mitad del salón. Ella me sugirió que le pidiese «algo elegante, ya sabes, una de esas recetas francesas que no sabría pronunciar». Me pareció una buena idea, así que al ordenar el menú le sugerí al camarero que nos trajese «algo a juego con su vestido, para ella, y para mí, si es tan amable, cualquier cosa que al salpicar no perfore mi corbata». El camarero sonrió con una mezcla de profesionalidad y cachondeo, se dio la vuelta y desanduvo sus pasos con esa elegante y silenciosa elasticidad que en un soldado sería sin duda cobardía. Miré a mi chica y pensé que, en medio de aquel silencio, tan sólo una semana antes se habría escuchado con absoluta claridad el litúrgico goteo de su ovulación, como un estribillo de amatistas derramándose en la patena de la comunión. Entonces ella buscó mis ojos con su mirada y me dijo: «No volveremos a vernos. Sólo necesitaba una noche así, algo elegante en lo que pensar cuando esté de regreso en mi dormitorio y me cueste conciliar el sueño en esa cama en la que decías que relinchaban el aliento, el somier y los besos. Siempre supe que jamás matarías por mí. Sé que un día contarás lo ocurrido entre nosotros y que entonces tu cobardía parecerá que fue inteligencia. No importa. Nunca creí que lo nuestro saldría bien. Nos destruiría la rutina de la felicidad. Somos como esos jugadores que apuestan atraídos por el riesgo de perder. No digas nada. Devuélveme a la calle en la que vivía y si algún día nos encontrarnos, por favor, repíteme lo que me escribiste aquella noche en un posavasos de papel: ''¿De verdad no eres un escalofrío de niebla al final del humo?''».