miércoles, 27 de agosto de 2014

Saliva en rama - José Luis Alvite

Saliva en rama - José Luis Alvite
A mi edad es difícil cambiar de vida pensando en recuperar los placeres asociados a los malos momentos en los que me consta que fui errático, insensato y, a pesar de todo, feliz. Es evidente que llega un momento en el que la decencia nos llena de resignación y de grasa. Viví durante muchos años en ambientes sórdidos en los que aprendí a encontrar agradable el asco y descubrí que a veces la comida, cualquier comida, mejora su sabor si te la sirven con hambre a media luz en una vajilla sin lavar. A veces al final de una larga noche de vicios me plantaba insomne con un par de fulanas en la cafetería "Donas" y desayunaba con ellas un guiso de pollo que podría perforarte la camisa si por un descuido te salpicase la salsa en ella. Las fulanas estaban a menudo ojerosas, tristes y destempladas, llevaban carreras en las medias y yo sé que con frecuencia les repetía en la boca el semen gomoso y maleado del último cliente. Una madrugada mi amiga Rosita me llevó a dormir a su casa en un catre que tenía una pata calzada con un catecismo, se bajó las bragas, metió un espejo entre los muslos y me dijo que había tenido tanto trabajo aquella noche que lo que veía en aquella madriguera entre sus piernas parecía la piel muerta y rugosa de los codos. Me fijé en las paredes de su habitación, pintadas de manera desigual en colores que yo no recordaba haber visto antes. Me dijo que estaban empapeladas pero que la mayor parte de lo que se podía ver eran restos de comida salpicados con motivo de las frecuentes peleas que había tenido durante meses con su chulo, un tipo flaco y rudo que incluso dormía con el ceño fruncido. "Muchas veces pensé en lavar la pared y pintarla de nuevo –me dijo mi amiga– pero creo que sería una estupidez porque si no te fijas mucho resulta que toda esa mierda parece puesta ahí adrede por un decorador... No sé que opinas tú, tesoro, pero yo creo que limpiar estas putas paredes sería como teñirle de caoba el pelo a Richard Gere". Después me metí con ella en cama y nos juntamos como dos perros callejeros empujados contra el fuego por la soledad y la nieve, acosados por el cansancio, en ese punto desganado en el que tener sexo puede resultar tan agradable como defecar mierda con tabasco en un orinal de carne forrado en los bordes con los labios de un sapo. Nos dormimos respirando cada uno en la boca del otro las heces del aliento, pasando con la saliva en rama el grisú del asco. Se diría que no fue una escena idílica y puede que no lo fuese. A mi me gusta recordar aquellos días ácidos y desencantados, vividos muchas veces al borde de la ruina moral y casi con insectos en la uretra, aunque solo sea porque ahora me doy cuenta de que fue entonces cuando comprendí que los florales besos de las chicas buenas en los que exhala su aliento Dios no son necesariamente mejores que aquellos otros de las fulanas en los que asoma de repente el inconfundible sabor del escabeche. A lo mejor es que la vida se entiende mejor si de vez en cuando en el primer sorbo del desayuno de hoy regurgita ese asco fisiológico y contenido en el que croa a destiempo la cena de ayer.