miércoles, 27 de agosto de 2014

Grasa en la cintura - José Luis Alvite

Grasa en la cintura - José Luis Alvite
Con motivo de la espectacular aglomeración humana de los «indignados», estos días se escucha hablar mucho sobre que en realidad esas concentraciones pudieran tratarse de un movimiento callejero sin calado intelectual, una reacción casi adolescente, todo insensatez, furia y gimnasia, condenado de antemano al fracaso una vez que sobre la pulsión asamblearia pase en tropel el tiempo y el peso de la cruda realidad devuelva a su sitio tanto entusiasmo, como si lo que ocurre no fuese otra cosa que una pasajera explosión hormonal. ¿Habría sido mejor que todos esos jóvenes consumiesen el tiempo y la esperanza en los botellódromos que, a saber con qué intenciones anestésicas, les ofrece el Poder? Es verdad que en la vida de un hombre la juventud es un periodo corto de tiempo que tarde o temprano desemboca en la horrible desgracia de la cruda sensatez y que muchas de las ilusiones de esos años dorados se malogran precisamente por culpa de que con el paso de los años los seres humanos deploramos los valores del impulso, nos volvemos cartesianos y caemos en la cuenta de que de todas las ideas que se nos suben a la cabeza, sólo tienen verdadero valor aquellas que estuvieron antes en el estómago. Si se hiciese un estudio al respecto, se vería que respecto del tipo lírico, revolucionario y soñador, el hombre burgués pesa una media de diez kilos más y sueña vivir con la holgura que se necesita para que pueda permitirse el lujo de pasar hambre por prescripción facultativa. Uno le echa un vistazo a los portavoces asamblearios de Puerta del Sol, observa su delgadez casi ojival, los compara con sus padres y se pregunta a sí mismo cuál es la razón por la que con el paso del tiempo la conciencia degenera en intereses y por un extraño metabolismo el pundonor se amontona como grasa en la cintura. ¿Cuál es el proceso bioquímico que determina la evolución del pensamiento político y de la ética humana? Yo no lo sé, como es obvio, pero sospecho que el único error verdaderamente grave e irreversible de la juventud es la vejez. Puede ser que con el paso de los años muchos de esos rousonianos muchachos de la Puerta de Sol deriven en altos ejecutivos como los que ellos ahora repudian. Y a mi eso me entristece mucho porque cuando a los sesenta años de edad uno se puede permitir comprarle un anillo a su tercera esposa, se da cuenta de que era más feliz cuando su ilusión revolucionaria no era convertirse en cliente preferente, sino apedrear a la luz del día el escaparate de la joyería.