miércoles, 27 de agosto de 2014

El hambre y la razón - José Luis Alvite

El hambre y la razón - José Luis Alvite
Es verdaderamente chocante que eso que llamamos países ricos lo sean incluso a medida que se están llenando de pobres, como le ocurre a España, un lugar en el que ya hay gente que eructa en ayunas y donde sólo prospera la mendicidad. Las estadísticas oficiales establecen promedios de renta que nos acreditan como un país próspero, pero luego uno sale a la calle, mira a su alrededor y se da cuenta de que ese modelo algebraico es una mentira estadística y que en realidad la gente se está empobreciendo y ya casi no existe el español medio del que nos hablan los datos oficiales. Yo sé de trabajadores que cada vez que cobran su salario saben que sólo les va a servir para llegar a duras penas a finales del mes anterior. De nada sirve que los políticos les hagan preciosos discursos posibilistas y les prometan que la solución está cerca. Mi amigo asalariado está harto de palabras y se rebela contra la idea de que la felicidad está en el conocimiento, en la cultura, porque cada vez que vuelve a casa se encuentra con que la realidad es una familia con hambre y una nevera vacía. Está muy bien que los políticos extiendan la cultura, inauguren bibliotecas y ofrezcan teatro en la calle, pero, ¡demonios!, yo sé de muchos hombres y mujeres que aceptan la cultura porque es algo bueno, sin duda, pero en este preciso momento de sus vidas preferirían algo caliente que aunque no sirva para leer, al menos se pueda comer con cuchara. Yo no dudo de que haya políticos sinceros que se vuelcan de buena fe en planes a largo plazo. Hay gente así en la vida pública española, es cierto, pero no lo es menos que en la situación por la que atravesamos, con cinco millones de parados y con el horizonte debajo del suelo, lo que se necesitan son soluciones urgentes, entre otras razones, porque por mucho que la cabeza pueda conseguirlo, el hambre real jamás hace planes que se pasen mucho de la hora de la cena. Y no se diga que quienes se quejan carecen de razón. Un hombre desesperado por el infortunio y acosado por la angustia no está obligado a razonar para exigir justicia. Nadie podrá culparle por los desmanes del capital, ni responsabilizarle de la sorprendente paradoja de que el peso de su riqueza haya echado casi a pique a un país en el que incluso están adelgazando las ratas. Habría que mirar hacia mucho más arriba para exigir responsabilidades a quienes han convertido tanta miseria en un próspero negocio. A lo mejor entonces caeríamos en la cuenta de que las cárceles no están tan llenas como parece. Pero no culpemos a los conejos de la voracidad de los buitres. ¿Acaso a un tipo que tiene hambre podremos negarle que tiene también razón?