martes, 5 de agosto de 2014

Matar demonios a tornillazos - Nacho Mirás Fole

Matar demonios a tornillazos - Nacho Mirás Fole
No habían pasado ni dos días de la operación en la que me rebanaron la ostra que llevo en la sesera en busca de una perla -que apareció, y de qué manera-, cuando se me dio por ponerme a arreglar el lavavajillas de casa. Con la cabeza cerrada con quince grapas, orden de reposo y sin saber todavía que el cáncer me iba a llamar al orden, subí del trastero la caja de herramientas, cerré el agua, corté la luz y dediqué algo más de una hora a destripar la máquina de lavar los platos que fabricaron los mismos fulanos que construyeron el acelerador lineal de partículas con el que me radiaron treinta veces. Durante el tiempo que duró el arreglo de la máquina no pensé ni un segundo en el quirófano, ni en el serrucho, ni en la memoria… y mucho menos en lo que habría de venir. Me operaron el 12 de diciembre y no fui declarado oficialmente como paciente oncológico hasta el día de fin de año. Así que, solucionada la avería del lavavajillas, emplee muchas más horas a las ñapas que tan bien neutralizan los malos pensamientos. El miedo se acojona ante el tirafondos y el tornillo de rosca chapa, es un hecho.
Cuando tienes cáncer, por mucho que emerja de tus catacumbas un súper fulano que no sabías siquiera que vivía allí, hay días en los que te vienes abajo. Pero, sobre todo, hay noches. La de anoche fue una de esas veladas en las que hubiera agradecido que llamaran a mi puerta catorce vecinos con la lavadora escarallada. O una señora en bata pidiendo socorro. Así, al menos, ocupado con la tornillería y las maniobras, no me habrían asaltado los monstruos como lo hicieron; no me habría angustiado buscando respuestas que nadie te sabe dar; no me habría ahogado hasta el punto de tener que ir a dormir al sofá en calzoncillos con la ventana y la boca abiertas; un espectáculo. De Galicia para el mundo.
No me ocurre muy a menudo, pero cuando me visitan los demonios lo hacen en manada, todos juntos, y con la intención de descubrir y quedarse a fundar, como aquel cuñado de Gila que vino a tomar café y se instaló. Yo no se lo consiento, he ido depurando la técnica a lo largo de estos meses.
Después de una noche mala, lo que hago a la mañana siguiente es sacar a pasear mis restos mortales y columpiarme en mis ojeras, pero cerrando el capítulo. Hoy habría tenido un día de mierda -anímicamente hablando- de no haber sido por mi amigo Fernando Varela, con el que he compartido una jornada de bricolaje en tierras de Silleda que ni Kristian Pielhoff hubiera soñado: limpiar una piscina; apretar una fuga; arrancar una segadora de gasolina -y usarla-; devolverle la vista a dos puntos de luz ciegos; echar a andar otro lavavajillas -el mío no ha vuelto a fallar desde que lo arregló Frankenstein-; o empuñar sin piedad esa espada láser del mundo  rural que es la hidrolimpiadora Karcher. La Karcher es un arma cargada de futuro, la Tizona del obrero.
Es ponerme a las herramientas y huyen a la carrera todos los fantasmas acojonadores, quizás sea por el pánico a la limpiadora a presión. ¡Hoy iba tan lanzado en Silleda que acabé reforzando la estructura de una campana extractora en una cocina que ni era mía! “Tenme la cabeciña ocupada” ¿Recuerdas Isabel? La cabeciña y las manos.

Mucho más elevado de espíritu a estas horas que cuando me levanté por la mañana en el sofá, cual Maja de Goya en gayumbos, decido completar la maniobra de distracción al enemigo con unos minutos de blogoterapia. No le he gastado un duro a la Seguridad Social para venirme arriba desde un bajón de siete sótanos y un entresuelo. Los bajones del cáncer son abisales. Y para evitar que el abismo te atrape, no queda otra que nadar hacia la superficie aunque sea aleteando con las orejas. Yo, con el espíritu de un obrero ilustrado, lo hago amarrado a una caja de destronilladores y a un MacBook con el que lo mismo escribo que toco la versión electrónica de la Alborada de Veiga. Vale que seguramente es porque llevo una semana sin ver a los niños y tengo que buscar otros entretenimientos. El asunto es, y acabo, que cada paciente tiene que buscar el salvavidas que mejor se le ajuste a la cintura. Sea cual sea el sistema, si te agarras, subes. Pero lo mejor de todo es cuando te echan una mano. Gracias por tantas manos.