miércoles, 27 de agosto de 2014

Queso parmesano - Jose Luis Alvite

Queso parmesano - Jose Luis Alvite
Nunca se lo dije e incluso la evité durante algún tiempo, pero siempre supe que su conciencia jamás le perdonaría la sensación de suciedad que sintió al despertar por la mañana en una cama en la que parecía que acabásemos de deshuesar la cabeza de un caballo. Ni siquiera el agua de la ducha le sirvió aquella mañana de alivio. El suyo era un problema de conciencia y ambos sabíamos que el sentimiento de culpa no era algo que se controlase escupiendo el requesón en el retrete. Fue inútil que durante la noche tratase de inculcarle con cariño mi idea de que la mala conciencia es algo relativo que se puede controlar del mismo modo que en caso de apuro puede uno contener la orina. Le sugerí sin éxito que relativizase lo ocurrido. Me dijo que su conciencia era más sensible que su estómago y que la acidez le preocupaba menos que el remordimiento. Yo no dije nada, pero es cierto que pensé que en su caso de donde le venía la incomodidad no era de haber conculcado una norma moral, sino de haber accedido en cama a prácticas que le producían gastritis. Suele ocurrir que la conciencia rechaza ciertas actitudes no porque sean moralmente reprobables, sino porque son digestivamente inconvenientes. Eso pensé, sí, es cierto, pero tampoco dije nada. Entrometerse en la conciencia de una mujer es hasta cierto punto más aceptable que interferir en su dieta. El problema aquella noche era que a ella se le estaba armando un lío entre la conciencia y el estómago, de modo que no sabía si arrepentirse sinceramente o levantarse al baño y vomitar. Cada persona es un mundo y no hay recetas universales para controlar el malestar moral. Una fulana me dijo de madrugada en un garito que durante sus primeras noches de trabajo en el burdel había llorado mucho más que en toda su vida hasta entonces, porque “no podía entender que tuviese que ganar con tanto asco el dinero que necesitaba para que mis hijos no se fuesen a cama con hambre”... “hasta que un día me dije a mi misma que si era capaz de controlar la conciencia, a partir de entonces pensaría que algo entre mis piernas me ayudaría a convertir toda aquella mierda en comida, igual que la trituradora del carnicero pica la peor carne para hacer apetitosas albóndigas... y así lo hice, periodista, y desde aquel día, ¿sabes?, desde aquel día controlé el asco y no volví a tener remordimientos. Ahora llevo muchos años en el oficio, cielo, y estoy de vuelta de muchas cosas. Ni siquiera los obispos se tiran pedos de incienso, amigo mío. Dile a tu amiguita que no se haga demasiadas preguntas sobre la posible indecencia de lo que hace con su boca. Ni siquiera Dios se hace la mitad de las preguntas porque estoy seguro de que no le gustarían las respuestas. A mí la vida me enseñó que la mitad del sexo es deseo y el resto, a partes iguales, egoísmo, hipocresía y comida. Por eso te digo, querido, que a mí ahora lo que me preocupa de mi vida sexual no es lo que pienso, sino lo que eructo”. Se lo conté a mi amiga y puse interés en que lo asimilara, pero fue inútil. Su conciencia no le admitía nada de lo que le afectase al estómago, así que se echó un novio quisquilloso y llevó como si tal cosa la aburrida vida sexual de una esponja. Nos tropezamos de madrugada años más tarde en la barra de un bar e intercambiamos novedades. Yo le conté que mi vida era casi la de antes y que aun comía de todo en cama. Ella se sintió algo incómoda con el tema y no se extendió mucho. Solo dijo que en el fondo echaba de menos la dieta indiscriminada de años atrás y que seguramente era por pensar intensamente en aquello por lo que cada vez que su chico le llenaba la boca de una saliva dulce y antibiótica que parecía agua bendita, ella se levantaba al baño llena de nostalgia y eructaba un gas penetrante y fermentado que le dejaba en el paladar un regusto a queso parmesano.