viernes, 10 de enero de 2014

Tragicomedia en color - Nacho Mirás Fole

Tragicomedia en color - Nacho Mirás Fole

Mi amigo Juan Capeáns, que es Dios en el arte de titular y resumir para la prensa, definió ayer estas memorias sanitarias como una gran tragicomedia. Y ese es el espíritu con el que nacieron cuando ni siquiera sabía que tenía cáncer: que la cal de la risa neutralizase la arena de esta putada brutal con la que me toca lidiar mientras afuera llueve por aspersión. En eso de descojonarse de la desgracia, aunque sin perderle el respeto, creo que soy digno heredero de mi padre pero, sobre todo, de mi tía Estrella, su hermana, que gracias precisamente a ese don familiar ha conseguido sobrevivir a la muerte de tres de sus seis hijos. Hoy, que tengo el día más de cal que de arena, recupero la narración de esta guerra en la que me han alistado a la fuerza como carne de cañón en vísperas de ingresar perdido, como María Ostiz en un concierto de Barón Rojo, en esos territorios inexplorados que son la radiología y la oncología.
El radiólogo que dirigirá los treinta capítulos de mi guerra de las galaxias tiene más aspecto de técnico de mantenimiento que de autoridad sanitaria. Y os parecerá una tontería, pero a mí siempre me han tranquilizado más los descamisados que los fulanos de cuello duro; me considero un obrero ilustrado y agradezco tratar con otros de mi casta. El caso es que cuando el Radioactive Man que me ha asignado la Seguridad Social me dijo que empezaríamos con algo más de 50 grays, la cabeza se me fue a otro sitio y me imaginé lo de los grays como una escala sexual estupenda diseñada por Erika Leonard James. No tardé en descabalgarme del erotismo literario e instalarme, frente al hombre radiactivo, en la realidad de las cosas, donde un Gray (Gy), con a, es una unidad que mide la dosis absorbida de radiaciones ionizantes por un determinado material. No soy un erudito; lo acabo de leer en la Wikipedia. Yo sigo prefiriendo las sombras sexuales de Anastasia Steele y Christian Grey, con todas sus consecuencias; lástima que no curen los tumores.
El doctor me dijo que me van a radiar tanto el cerebro que salí de su despacho convencido de que las revisiones me las van a tener que pasar en Televés. No queda más remedio. Ya he firmado el consentimiento informado del paciente para el proceso de radioterapia externa mediante acelerador lineal en el servicio de oncología radioterápica. Y asumo los riesgos, que no son pocos -insisten en que son más las ventajas, solo jodería- porque la alternativa es fría, húmeda y estrecha; el traje de madera seguro que me tiraría de la sisa. Y Dios no sabría en qué estantería depositarme. Mientras me queden fuerzas y ganas pienso seguir contando aquí las sensaciones que me aporte semejante procedimiento. ¿Para qué perder el tiempo hurgando en la ficción cuando la vida misma es un semillero inagotable de tramas?
Al que todavía no conozco es al oncólogo, pero pronto romperemos el hielo y bailaremos pegados porque, como decía el filósofo Dalma, “bailar de lejos no es bailar”. A él le toca diseñar la guerra química que completa esta función, un tratamiento complicado y también lleno de inconvenientes. Desde pequeño tengo la costumbre de hacer míos los efectos secundarios de los medicamentos. ¡Hasta de las tiritas! Me pasa estos días con un anticonvulsivo que, en la misma pastilla, me sana y me jode por igual. No convulsiono pero, a cambio, asumo sin remedio la somnolencia, la agitación, la inestabilidad emocional y los cambios de humor, la hostilidad o agresividad, el insomnio, el nerviosismo y hasta los temblores. A la eminencia científica que le toca ahora programar mi quimio solo le pido una cosa: que si además de todo lo anterior me va a quitar las fuerzas -ahora estoy pensando en Grey, no en Gray-, ¡que me quite también las ganas!
De mi reciente entrada en los servicios de oncología y oncología radioterápica del Hospital Clínico de Santiago solo tengo un reproche que hacerle al sistema: que nadie te acompañe en los primeros momentos y que, después de recibido el diagnóstico fatal que te cambia la vida, tengas que vagar solo y confundido por el hospital buscando los diferentes servicios como si para alistarte en la guerra entrases como Paco Martínez Soria en El Corte Inglés. “A veces hay voluntarios de la Asociación Española contra el Cáncer que ayudan”, me comentó una amiga. No me vale. Esto tiene que ser de oficio, señores de cuello duro. Sé de un médico que dice que, en general, la calidad de la medicina y de los tratamientos en España es acojonante, pero que flojeamos en hostelería y humanidad. Por lo demás, me pongo decidido en manos del sistema público de salud y desisto de buscar alternativas en la sanidad privada, aunque respeto profundamente al que lo hace.
No me voy a enrollar mucho más por hoy. Ahora me toca sufrir esta calma chicha que, al menos, me está sirviendo para darme cuenta de la cantidad de personas que se han alistado conmigo sin firmar siquiera el puñetero consentimiento informado. Nunca os estaré lo bastante agradecido. En la inauguración de la muestra de fotoperiodismo Compostela, un ano de Voz, a la que asistí el miércoles en el Colexio de Fonseca -no os la perdáis-, recibí tantos abrazos que tengo cubierta la fisioterapia lumbar para una temporada.

He empezado a redactar una lista de cosas que quiero hacer en cuanto tenga la oportunidad. Conducir solo -o en buena compañía- hasta Dinamarca; tocar la Xota da Guía con Kepa Junkera en la Casa das Crechas; publicar este libro basado en hechos reales… Ya la iré completando según se me vayan ocurriendo objetivos. Solo quiero pedir disculpas a todos aquellos que me sufren más de lo habitual por culpa de la medicación y de una mala hostia rabuda con la que salí tarado de fábrica. Sirva como eximente que la capacidad de querer la mantengo intacta.