lunes, 24 de noviembre de 2014

Cerezos sin flor - Fernando Sánchez Dragó

Cerezos sin flor - Fernando Sánchez Dragó


MADRID, sábado, manifestación contra el aborto... En el mundo pagano los muertos tenían que atravesar el Leteo para alcanzar las riberas del Más Allá. En el budismo japonés existe una creencia análoga. Cambia sólo el topónimo del río, que pasa a llamarse Sanzu. Para vadear sus aguas hay que llegar allí avalado por el salvoconducto de las buenas acciones cometidas a lo largo de la existencia. Es el peaje del karma, idéntico al que miden las pesas de la balanza de Osiris en la mitología egipcia o el Juicio Final en la tradición cristiana. Los ritos de paso escatológicos son parecidos en todas partes. Los japoneses añaden uno concerniente a los niños mizuko, así llamados por extensión del nombre que designa el misericordioso ritual exigido por la divina Jizo para rescatar a las criaturas que murieron antes de nacer y que, debido a esa muerte prematura, no dispusieron del tiempo necesario para llevar a cabo las buenas acciones requeridas. Sus cuerpos deambulan por las orillas del Sanzu, condenados a amontonar con sus débiles manos pesadas piedras que les sirvan para tender un puente hacia la vida sutil. Esa leyenda se originó durante las terribles hambrunas que devastaron Japón en el período de Edo. Las campesinas, incapaces de mantener a sus hijos, se veían obligadas a abortar y a abandonar los fetos a la intemperie. El dolor las consumía. De entonces viene la construcción de templos en cuyo recinto miles de estatuillas infantiles, coronadas por un gorrito de lana, evocan a los niños de tal modo asesinados. Infinidad de mujeres visitan los santuarios -hay uno en Tokio y otro en Kioto- «con el deseo de librarse por medio de la plegaria del trauma psíquico provocado en ellas por la decisión de abortar». Así lo cuenta el pediatra Shoji Tateishi en su libro Los cerezos en flor. Extraigo la cita de una entrega dedicada a «Los niños de las aguas» en el blog Ojodegatoenlaniebla. El doctor explica que un cartel, a la entrada de los templos, recuerda a las mujeres que abortaron el deber de pedir perdón y de orar por los niños a los que impidieron vivir. Esas madres que no lo fueron, devoradas por el remordimiento -«la herida interior de un aborto nunca cicatriza», escribe el doctor-, visten a veces las estatuillas con ropas de bebé y dejan ante ellas juguetes y dulces. Yo añadiría a la ofrenda un cuenco de pétalos de la flor del cerezo para rendir justicia póstuma a los niños que no llegaron a florecer.