viernes, 26 de julio de 2013

Morir en un tren - Pedro G. Cuartango



Morir en un tren - Pedro G. Cuartango
Cuando era niño me gustaba sentarme en un andén de la estación de Miranda de Ebro y adivinar por qué vía iban a entrar los trenes y de dónde venían. Tenía un pequeño martillo y golpeaba las ruedas de los vagones como solían hacer los ferroviarios. Hoy la estación de Miranda está vacía, pero hace medio siglo estaba llena de vida. Familias que esperaban con sus maletas para coger los expresos, vendedores ambulantes, parejas que se besaban furtivamente y siempre esa mezcla de olor a vapor y carbonilla que nunca podré olvidar.
Las estaciones son un escenario para el encuentro y las despedidas, para el amor y el desamor, para el comienzo y el final de una historia. A mí me han pasado muchas cosas en los trenes y en las estaciones, pero una de las que se me ha quedado grabada para siempre es la muerte del hermano de mi abuela, atrapado en una máquina que descarriló cerca de Miranda.
Recuerdo como si fuera hoy a mi abuelo en la estación, dando órdenes frenéticas por teléfono para movilizar a sus compañeros y lograr que sacaran a su cuñado del amasijo de hierros al que había quedado reducida la locomotora que se había salido de una vía en mal estado.
Un primo de mi madre y otro hermano de mi abuelo fallecieron también en accidentes ferroviarios por descarrilamiento, la causa que provocó ayer la muerte de decenas de personas en Santiago.
Se puede morir en la carretera o en un accidente de avión, pero perder la vida en un tren es algo absurdo y sin sentido, no ya porque desafía todas las leyes de posibilidades sino porque cuando uno se sube al vagón siente instintivamente una sensación de seguridad y protección que invita al abandono o la ensoñación.
Pero el ferrocarril tiene también esa dimensión dramática que nos golpea y nos hace tomar conciencia de la fragilidad humana. Hace unos años, el despiste de un guardagujas en Albacete provocó una masacre. Y hace unos días una pieza defectuosa en la vía fue la causa de otro descarrilamiento en París en el que murieron siete personas.
Desde que tengo uso de razón, guardo el recuerdo de muchos accidentes con decenas de víctimas y ello siempre me hace pensar que los trenes funcionan como un mecanismo de relojería en el que el fallo de una pequeña pieza o un despiste humano pueden provocar una catástrofe. Los ferroviarios siempre han sido conscientes de ello.
Pero estas reflexiones no dejan de ser absurdas frente al hecho de una muerte inesperada y el drama concreto de cada familia que ha perdido a alguien en el accidente de Santiago. Hoy los medios intentarán desentrañar las causas de lo sucedido y tal vez exigirán responsabilidades si es que hay algún culpable. Pero al final, viajar en tren es también como una tirada de dados en la que el destino juega con nosotros.
Las estaciones, los trenes y las vías son la metáfora de ese viaje de nuestra vida que nunca sabemos cómo va a acabar.