martes, 23 de julio de 2013

Corina, arte de amar - Raúl del Pozo



Corina, arte de amar - Raúl del Pozo
En Vera (Almería) se ha batido el récord de baño nudista con 729 personas sin ropa en El Playazo. Era el día del despelote. Algunos de los que iban en porreta llevaban de hoja de parra libros de auto-ayuda: Naked o El arte de amar de Ovidio. Esto indica que no todos participaban en el torneo en plan acratones, invocando el amor al aire, al mar y a la tierra; algunos querían ligar porque el poema latino no está dictado por el amor verdadero sino por el impuro, hijo de la golfa y vagabunda Venus.
Ovidio conecta con una sensibilidad posmoderna que ya se despelota contra los sermones de logia de los calvinistas del norte y los puritanos del sur, los de la necedad del relativismo moral. Este año se hallaron las 17 estatuas que inspiraron su Metaformosis en la villa de su mecenas, Valerio Mesala, se han hecho con sus obras ballets, montajes teatrales en Itálica y en otros lugares del Imperio Romano.
La gente huye al mar por miedo a que Madrid sea Detroit, a buscar chupetín y mandanga. Dicen los moralistas neoliberales: «No hay una comida gratis». Tienen razón, pero sí son casi gratis los dísticos elegiacos de Ovidio, ese gran tratado de seducción para hombres, mujeres, mariposas y perros en la hora de la siesta del adúltero.
La estrella que inspiró al divino Ovidio fue Corina (diminutivo de virgen en latín), el icono imperial, amante con papagayo que al morir dijo: «Adiós, Corina». La cortesana enseñó que el enamorado es siempre un general que ha de hacer de soldado en el relente hasta que cante la alondra. Le demostró que el amor es más babilónico cuando hay engaño y traición. El papagayo murió asesinado por el servicio secreto, con una nuez envenenada, una tarde de estío. Corina, con la túnica suelta, su cuerpo y el cabello en los hombros esparcidos, hizo hablar al acompañante: «Tiré de su camisa, aunque no era menester por ser delgada» .
El gran poeta de los Abruzzos era volatinero, echaba cada día los dados de Eros, colmó el siglo con sus tretas amorosas. Enseñó a las mujeres romanas a burlar a sus maridos escribiendo billetes de amor en el baño con signos de leche recién ordeñada que se podían leer después echando un polvillo de carbón. Octavio Augusto lo desterró probablemente porque el poeta sorprendió al emperador practicando incesto con su hija. Y él, encima, lo alabó.
Puede perdonarse el elogio a un príncipe que nos mima –escribe Voltaire–, pero no merece perdón el que trata como a un dios al príncipe que te persigue y te destierra para toda la vida. A pesar de eso, llévense El arte de amar junto a la crema solar.