miércoles, 28 de mayo de 2014

Soledad - José Luis Alvite

Soledad - José Luis Alvite
Conozco a muchas personas que huyen de la soledad como si temiesen arder dolorosamente en ella. A mí la soledad siempre me ha parecido una gran conquista y estoy solo con frecuencia. Se ha dado el caso de procurarme la compañía de alguien aunque fuese para tener a quien contarle lo mucho que me gusta la soledad. Claro que la mía es una soledad deliberada, algo que me ocurre como resultado de un deseo, una especie de soledad de conveniencia que me sirve para reflexionar sobre mi vida y sintonizar en mi conciencia los remordimientos que me causen dolor y me ayuden a escribir. Supongo que me encontraría menos a gusto con la implacable soledad de quien desea compañía y no la encuentra. La soledad como pretexto intelectual es más llevadera que la soledad constante e irremediable que al final evoluciona hasta convertirse en una horrible patología. Tiene gracia que algunos intelectuales presuman de su dolorosa soledad creativa y aleguen que su obra es el resultado de graves páramos emocionales, cuando saben que el suyo es un aislamiento voluntario y momentáneo, una cuarentena más llevadera que la estricta soledad del anciano que duerme echado sobre las vísperas de su cadáver porque ni tiene quien le de la vuelta en cama para espantarle siquiera las moscas verdes y azules que se lo comen vivo. Esa es la verdadera e hiriente soledad y no tiene sentido compararla con la mía, que es una soledad buscada por mi propia mano, un dolor que me ayuda a escribir y me hace digno responsable de mis errores. No puedo comparar esta soledad con la de aquella anciana a la que con motivo de un reportaje humanitario visité en su casa cerca de Arzúa. Olían tanto las heces sobre las que yacía, que yo creo que incluso vomitaban las ratas que merodeaban su cama. Había telarañas e insectos por todas partes. La anciana tenía un crucifijo de madera sobre el pecho, con un Cristo que seguramente llevaba meses asqueado con aquella peste y comiéndose las blasfemias contra Dios. Apenas hice preguntas porque se me llenaba la boca de enormes y lacias moscas consonantes. He estado muchas veces solo y he sufrido mientras pensaba sobre los malditos errores de mi vida, pero, ¡demonios!, la mía no es la soledad de aquella anciana leñosa por cuya sonrisa recuerdo haber visto pasar –como un epitafio, como una sutura del forense– la lentitud autógrafa de un ciempiés.