domingo, 11 de mayo de 2014

Mano de tenista - José Luis Alvite

Mano de tenista - José Luis Alvite
Sé de un tipo que se supo que llevaba algunos días muerto porque sus vecinos habían dejado de escuchar a través de los tabiques su receptor de radio. El aparato se había quedado sin pilas y era muy extraño que aquel tipo no se preocupase de reponerlas. Aquella radio sin señal fue el síntoma inequívoco de una muerte que se anunció por clamoroso que en ocasiones resulta el silencio. Otras veces la gente solitaria fallece y sus vecinos sólo se enteran por el gemido de un perro, por la inesperada abundancia de insectos funerales, o, sencillamente, en el momento en el que el olor se decide a bajar como una babosa de talco las escaleras. Cada día hay más pisos habitados por gente que vive sola y enciende la radio para sentir el genérico afecto de los profesionales que hacen el programa de su gusto. Muchas parejas salen de día y al caer la noche se retiran a dormir en casas distintas. Me dijo hace poco una vieja amiga: «¿Cómo podría tener un orgasmo simultáneo con alguien con el que ni siquiera comparto la cama?». No me sorprendió su pregunta. Con motivo de mi divorcio me instalé en un piso barato de Compostela, justo al lado de donde pernoctaba una pareja de recién casados. Yo estaba solo, pero las paredes eran tan delgadas que juraría que tuve un par de orgasmos por culpa de sentir tan cerca los escandalosos gemidos de aquella mujer. No pegaba ojo y acabé tan estresado que estuve tentado de dormir con la cabeza metida en el casco de una moto. El caso es que aquel tipo se lo pasaba en grande, pero los otros vecinos a quien miraban por la mañana era a mí, que era el único que salía a la calle con ojeras. Sabían que yo vivía solo, pero era evidente que para ellos aquellas ojeras eran el resultado de una vida sexual tan agitada como secreta. De mi intimidad no sabían nada por haber escuchado a través de las paredes mi receptor de radio, sino que lo suponían por mis ojeras. Temeroso de que buscasen otras señales más sutiles, tomé la decisión de saludar a mis vecinos sin sacar las manos de los bolsillos, no fuesen a mirarme con el recelo de quien cree haber descubierto que tienes una mano más grande que la otra, ya me entiendes. Podría haberme ocurrido como a aquel amigo mío al que sus compañeros de trabajo no le preguntaban por el carácter solitario de su vida sexual, pero le decían de manera bien insinuante que tenía una mano de eunuco, y la otra, de tenista. Mi amigo fue siempre un tipo solitario, la clase de hombre casi sin sombra cuya muerte abarata mucho las esquelas. Todavía vive, pero continúa instalado a solas en uno de esos pisos en los que a veces sabes que sólo el sigiloso retén de la muerte se toma de cuando en cuando la molestia de apagar con un chorro de silencio la radio de los difuntos.