domingo, 11 de mayo de 2014

Alas de alpaca - José Luis Alvite

Alas de alpaca - José Luis Alvite
Muchas veces he pensado que si fuese comandante en jefe de un ejército triunfal, a punto de vencer al enemigo lo más probable sería que en un inoportuno arranque de compasión, o de pereza, detuviese la marcha y desistiese de la victoria. Algo desde mi infancia me induce a creer que no hay un solo objetivo cuyo logro resulte más emocionante que la simple expectativa de conseguirlo. Ésa es la razón por la que cada vez que viajo a una ciudad me conformo con rodearla en el coche y salir huyendo; y el motivo evidente de que conseguido el amor de una mujer, a menudo sólo encuentre estimulante la inmediata posibilidad de malograrlo. He empezado las colecciones más diversas a sabiendas de que completarlas me resultaría más desalentador que renunciar a ellas. Desde luego si algún éxito he logrado en la vida se deberá sin duda a que me faltó determinación para evitarlo. Aunque alguien pueda considerarlo una estúpida frivolidad, lo cierto es que la mayor parte de mis conquistas profesionales han sido la inesperada consecuencia de algún descuido. Aunque siempre me gustó escribir, con la vida que he llevado lo normal habría sido que desistiese de hacerlo y me dejase arrastrar por cualquiera de los acariciantes vicios que tanto frecuenté. En realidad esto jamás me pareció un trabajo, de modo que nada de lo que hago me supone un gran esfuerzo. No rechazo el dinero que me pagan por ello, pero debo reconocer que si soy columnista de LA RAZÓN será probablemente porque era algo que ni siquiera entraba en mis planes. En el momento de apuntarme alguien me advirtió de que mi actitud ante la vida y mi manera de escribir no encajarían en la filosofía de este diario y que no tardarían en cortarme las alas. Luego resultó que LA RAZÓN es el único periódico en el que jamás me insinuaron el menor recorte en mi manera de pensar o de expresarme. Con arreglo a mi contradictorio sentido del éxito, puedo decir que tanta libertad me produjo al principio una extraña tristeza, como si me viese privado de la posibilidad de sufrir el grado de represión editorial que alentase mi rebeldía. Aquí no he tenido que falsear mi identidad, como hacía en un diario gallego, pretendidamente muy liberal, al atribuir a Oscar Wilde aquellos pensamientos míos que el redactor jefe de turno se negaba a publicar por considerarlos escabrosos o amorales. Nadie en LA RAZÓN intentó jamás taparme la boca y eso me ha producido un enorme desconcierto. No sólo me permiten ser libre, sino que por mi jodida reputación de fugitivo casi me veo obligado a ello. Ha tenido que ser en un periódico conservador donde descubriese que la libertad de volar frustra mi viejo sueño perezoso de ser un pájaro que tuviese el cuerpo de seda y las alas de alpaca.