viernes, 4 de abril de 2014

El aliento de los peces - José Luis Alvite,

El aliento de los peces - José Luis Alvite, 

No me importa reconocer que he sido siempre un hombre de excesos. He amado con el mismo exceso con el que fui luego capaz de olvidar a la persona amada. Como he sido siempre un tipo muy desordenado, casi nunca fui capaz de organizar bien mis excesos, de modo que por lo general he sacado de ellos menos provecho del que había pensado. Si bien se mira, en realidad un exceso sólo lo es cuando estás fuera de control, puesto que de otro modo en vez de un exceso, sería un alarde.

En mi caso no he cometido un solo exceso en el que fuese capaz de contenerme. He sido tan tenaz para dilapidar las energías en largas noches de vida disoluta como lo fui luego para recluirme en casa y llevar durante semanas la contenida y saludable vida de un monje. A veces un exceso me lleva a sentir la nostalgia del exceso contrario, lo que explica la bipolaridad emocional que lo mismo me arrastra a tres noches seguidas sin dormir, que me recluye en casa hasta larvarme en la indolente soñolencia que me lleva a escribir con nostalgia, casi con desesperada decepción, de la limpia fertilidad de los paisajes de mi niñez.

¿Por qué será que cuando es un exceso la felicidad desemboca tan a menudo en un remordimiento? A veces con la extenuación de cualquier exceso se mezclan en mi mente el excitante instinto de la depravación y la nostalgia de la limpieza, y asoman entonces en mis textos los blandos cachorros de la bajamar morreando la playa, o esa bautismal vagina de mujer en la que creo haber deletreado con mis labios la boca pagana de la yegua que compartía el agua del río con la incandescente desnudez de mi infancia. ¡Bendita lucidez la lucidez de los excesos!

Nunca he sido tan sincero como cuando escribo en las postrimerías del agotador esfuerzo de cualquier exceso, en ese momento en el que mi conciencia tiene las mismas manchas que mis calzoncillos y en mis manos destempladas coinciden las sobras del sexo y la añoranza del pan caliente. Mientras al final de un exceso fermentan el remordimiento, el silencio y los besos, entorno los ojos con el cansancio, asomo los dedos al teclado del ordenador y sé que si no me derrota el sueño, podré recordar que cuando era niño me permitía el inefable exceso de acercarme a las orilla del Sar y me sentaba a mirar como bajaban el río las sombras de las libélulas y el aliento de los peces. (A Pepi Blanes, agradecido por su presencia bajo el compostelano sol del Obradoiro).