sábado, 20 de marzo de 2021

Camino de muerte - Isabel San Sebastián

Camino de muerte - Isabel San Sebastián


Ofrecer al enfermo una inyección letal como única alternativa al dolor es abocarlo al suicidio

Al principio de su andadura legal, el aborto fue regulado como la despenalización de un delito en determinados supuestos, que a muchos, incluida yo, nos parecían muy razonables. Se trataba de aplicar el principio de legítima defensa ante un embarazo peligroso para la salud de la madre, causado por una violación o bien inviable en razón de malformaciones graves, circunstancias extraordinarias que justificaban la licitud de impedir que el concebido llegara a nacer. Porque en eso consiste un aborto voluntario; en liquidar a una criatura y no en ‘interrumpir’ lo que no podrá reanudarse. Pronto se vio que los citados supuestos se convertían en un coladero al que se acogía cualquiera que deseara abortar, alegando riesgo para su salud, y

 que el concepto ‘malformación’ se aplicaba indiscriminadamente a trastornos genéticos como el síndrome de Down, perfectamente compatible con una vida plena y feliz hasta que se dio vía libre al exterminio masivo intrauterino de los afectados por él. Entonces, en lugar de rectificar, proteger, multiplicar las ayudas a las embarazadas en situación de vulnerabilidad, ofrecer alternativas o agilizar las adopciones, el gobierno de Zapatero tiró por el camino de en medio y convirtió el aborto en un derecho sacrosanto de la mujer, borrando de un plumazo a las otras dos partes de la ecuación: el ‘nasciturus’, tratado como un «ser vivo pero no humano» (Leire Pajín ‘dixit’) y el padre, privado de voz, voto y responsabilidad. Ahora hasta las menores de edad pueden dar ese paso sin que sus progenitores se enteren. Una gran conquista feminista, a decir del ‘progresismo’ oficial.

El jueves, el Congreso de los Diputados abrió de par en par otra puerta a ese camino de muerte. En este caso, la del final de la vida. Una nueva apuesta de la izquierda por la vía fácil y barata, revestida de honorabilidad mediante la utilización del eufemismo al uso: ‘muerte digna’, en lugar de ‘eutanasia’, práctica consistente en matar al paciente sin causarle dolor, a la que el propio Hipócrates se opuso hace veinticuatro siglos. De momento, según el texto jubilosamente aprobado, quienes reciban la inyección letal deberán hacerlo libremente, bajo unas garantías estrictas. Eso aseguran los promotores de una medida tan drástica y controvertida que únicamente cinco países del mundo la han incorporado a sus legislaciones, mientras la gran mayoría han rechazado adoptarla. ¿Por qué? Muy sencillo. Si la deriva de esta ley se asemeja mínimamente a la del aborto, no tardaremos en ver cómo se va abriendo la mano, el concepto ‘dignidad’ se va perfilando a conveniencia de la autoridad de turno, muchas personas dependientes sufren coacciones para poner fin a sus ‘sufrimientos’ y se multiplican las decisiones tomadas por terceros. Entre otras razones, porque España está a la cola de Occidente en lo que atañe a los cuidados paliativos, que son los que garantizan una vida digna al enfermo, librándolo del dolor. Ofrecerle la muerte como única alternativa es abocarlo al suicidio.