martes, 1 de febrero de 2022

La muerte de un paseante - Pedro García Cuartango


La pandemia ha agudizado una cultura onanista en la que cada individuo vive aislado en su reducto interior

Tal vez con el foco puesto en la polémica sobre el festival que se ha celebrado en Benidorm para elegir representante en Eurovisión, nos ha pasado un tanto desapercibida la muerte del fotógrafo René Robert, de 84 años. Salió a pasear por el centro de París y cayó desvanecido sobre una acera. Allí permaneció nueve horas sin que nadie mostrara el menor interés por él. Falleció no por la gravedad del golpe sino a causa de una hipotermia. Si alguno de los cientos de viandantes que pasaban le hubiera ayudado a tiempo, habría salvado la vida. Pero no lo hicieron, tal vez porque creían que era un ‘clochard’ o un borracho.

 muertes de un día cualquiera en París, en Francia o en el mundo, una gota de agua en un océano de sufrimiento. Pero nos pone delante de la gran contradicción de una sociedad en la que la tecnología ha abolido todas las fronteras para comunicar a las personas mientras que, a la vez, la gente es incapaz de mostrar empatía por un anciano caído en una calle. Observamos cómo muchos se indignan en las redes sociales por un perro maltratado o por alguien que no utiliza la mascarilla en un espacio público, pero no he visto apenas comentarios sobre este caso que revela la despersonalización de las grandes ciudades y la soledad de los ancianos que sobreviven en ellas a la espera del final.

Hay ahora en nuestro país un interesante y necesario debate sobre la España vacía, pero se hurta, yo diría que se esconde, la situación de cientos de miles de ancianos dependientes, abandonados a su suerte y ni siquiera con recursos económicos para paliar su pobreza material. No figuran como prioridad en este Gobierno que se preocupa de otros colectivos cuya protección parece más rentable políticamente.

No es sólo que los ancianos ya no pueden ir a un banco para ser atendidos o hacer una gestión por los sádicos e intrincados procedimientos digitales administrativos, sino que además no figuran en la agenda de nadie. Y no hay que echar sólo la culpa a los gobiernos, porque, si existe alguna responsabilidad, recae en todos nosotros.

La pandemia ha agudizado una cultura onanista en la que cada individuo vive aislado en su reducto interior, en muchos casos, relacionándose con su entorno a través de un avatar. Lo digital ha suplantado a lo real, el espectáculo al contacto personal. Hasta el punto de que el drama de los ancianos nos parece una ficción. O mejor, una evidencia que es preferible ignorar.

Decía Sartre que el infierno es el otro. Y lo es porque parece que la pobreza, la soledad, la marginación son enfermedades contagiosas. Tal vez por eso nadie quiso tocar a René Robert, cuyo caso no hubiéramos conocido de no ser un fotógrafo famoso. Ese es el drama: el anonimato de los viejos en una sociedad donde son un estorbo.