lunes, 7 de marzo de 2022

La impiedad del monstruo. - Isabel Bernardo Fernández

 La impiedad del monstruo. - Isabel Bernardo Fernández


Escribo recién comenzada la Cuaresma. A pocos días de que la ceniza nos haya recordado que del polvo venimos y en polvo nos convertiremos. Pero hasta que la vida nos mantenga los ojos abiertos y mientras llega el momento, nuestra voz habrá de hacerse oír para hablar, no solo de lo más hermoso de las flores, sino también de la brutalidad de los monstruos que amenazan la Tierra. Putin es esa bestia sin alma del siglo XXI cuyo solo nombre se hace una sacudida de dolor y miedo, inenarrables. ¡Qué difícil se hace sostener sin llanto las imágenes o las noticias de esta guerra! Los corredores humanitarios se han hecho un tristísimo éxodo de hombres, mujeres y niños que huyen de la impiedad del monstruo, hacia una libertad, fuera de su casa y de su tierra. Sí, sé que hablamos de desesperación desde el bienestar de la distancia. Pero sé también que la situación de Ucrania nos ha roto por dentro. Aunque nosotros no tengamos que meter aprisa un poco de nuestra vida en una mochila, y salir huyendo.

Llovía en Salamanca el pasado jueves por la tarde, cuando pedí un taxi. Ya dentro, la radio aventaba el horror y el sonido de las sirenas que alertan de los bombardeos en las ciudades ucranianas. El jovencísimo conductor me miró desde el espejo retrovisor, sin poder decir nada, porque solo quiso que sus lágrimas hablaran. No nos atrevimos a comentar siquiera la bendición tan necesaria de la lluvia. Ni siquiera que la ciudad estaba algo más animada. Cuando el chico se decidió a romper su silencio, me describió al monstruo. Fue algo muy breve, pero hay semblanzas que no necesitan grandes palabras. Putin queda fuera de todo discurso o lógica de humanidad, y duele ver llorar a una juventud que debería estar soñando solo futuros felices y amores ardientes. Aún así el taxista se despidió cordialmente de mí y me deseó una buena tarde. Sus sinceras reflexiones y su dolor no se me van de la cabeza.

Pienso en ello junto a un Cristo manco que desde hace años ocupa mi mesa. Una pequeña talla en cruz sobre un Gólgota, donde hay una calavera y dos fémures descarnados. «Tú que callas, ¡oh, Cristo!, para oírnos, oye de nuestros pechos los sollozos», le digo, repitiendo los versos de aquel diálogo entre Unamuno y su Cristo de Velázquez. La oración no está en el recitar mecánico de las plegarias, sino en la pujanza del pensamiento y de las preguntas. Aunque la esperanza se nos revele desde misterios difíciles de comprender, la cosa es no quedarse solo ante la impiedad del monstruo. No nos equivoquemos. Aquí y allá, al comunismo solo le interesan los hombres y los pensamientos que callan.