lunes, 8 de agosto de 2022

El caballero de Zafrón - Daniel Caro

 El caballero de Zafrón - Daniel Caro


Muchos son los conocedores de esto que narro. Durante años, fue uno de los grandes comentarios de las comarcas del norte y oeste de la provincia de Salamanca. Y quien más y quien menos, cualquiera que hubiera pasado por aquel lugar, habrá posado su vista en tal escena. Aunque quizá no haya reparado en la iteración de aquella situación que no atendía a las estaciones del año. Yo soy demasiado joven para recordar cuándo comenzó. Igual alguien de más edad podría delimitar tal acto en el tiempo. Sin embargo, sí fui consciente de cuando terminó. Un día pasas y ¡puf!, el protagonista había desaparecido. Eso sí, durante un tiempo el atrezo quedó inmóvil.

Sabido es por los conductores que la CL-517 es un camino soporífero. Al menos hasta el imponente puente que salva la parte de las Arribes del Huebra a la altura de Cerralbo, momento en el que la orografía y el ecosistema empiezan a colorear otros horizontes. Y he de reconocer que al llegar ahí es cuando empiezo a sentir que he llegado a mi tierra. Pero hasta ese hito, lo cierto es que tal vía (que hace tiempo, si a alguna Administración le hubiésemos importado lo más mínimo, sería una autovía) presenta un paisaje con menos gracia que los programas de Bertín Osborne. Por eso aquella escena que se producía a la altura del olvidado pueblo de Zafrón resultaba anecdótica para conductores y acompañantes.

Zafrón, a día de hoy, es uno de esos pueblos incógnita. De hecho, más allá de los diez segundos que lleva el cruzar su casco urbano, la gente debe preguntarse si realmente vive alguien allí. Incluido un servidor, que desde que ya no vio más aquella silla ocupada, dudaba de la existencia de algún vecino. De hecho, recuerdo viajar hacia Lumbrales en el maltratado autobús que hace esa ruta cada vez a unos precios más desorbitados, cuando nos sobresaltamos por una parada inesperada. ¿Por qué paraba ahí si no tocaba? ¡Era Zafrón! Pero mayor sorpresa nos llevamos los usuarios cuando del coche de línea se apeó un jovencito. “Este se tiene que haber equivocado”, fue el pensamiento colectivo.

De hecho, me gusta pensar que aquel muchacho debía de ser familia de aquel caballero. Aunque solo fuese por romanticismo y justicia divina. Y es que aquel hombrito, el hombrito de Zafrón, sin pretenderlo, se había convertido en un hito de la idiosincrasia de aquella parte de la provincia. Siempre puesta en torno al kilómetro 27, se podía observar una silla desconchada a la puerta de una casita de construcción tradicional. En frente del posteriormente recuperado dolmen. Y salvo que lloviese o fuese de noche, aquel hombre ocupaba su silla. Impasible. Impertérrito. Quizá algo sobresaltado por el trajín que tiene esta carretera el Día del Almendro. Pero allí estaba siempre. O casi. Probablemente absorto en pensamientos tan íntimos que solo él pudo conocer. Viendo la vida pasar. Esperando encontrar algún estimulo sentado a la sombra de su vivienda.

Habrá quien sepa qué fue de aquel señor. Si sus días acabaron ya o decidió irse a una residencia. Si tenía familia o no. Si había sido agricultor o había trabajado en la mina de Golpejas. Lo que sí sabemos es que allí quedó su imagen. Como grabada. Aquel viejo sentado en su sentajo. O más bien, aquel caballero sentado en su trono. Escudriñando cómo los coches se modernizaban, pero cada vez pasaban con menor asiduidad. Cómo la Administración pasaba de su pueblo hasta el punto de ser el único de toda la vía en el que no hay lomos de asno. Cómo sus vecinas emigraban. O fallecían. Cómo gobierno tras gobierno se olvidaban de aquel rincón del mundo, desaprovechando las exclusivas infraestructuras existentes cuando la CL-517 llega a su fin. Cómo aquella tierra, su tierra, nuestra tierra, moría, mientras él permanecía allí sentado sin inmutarse.