sábado, 1 de diciembre de 2018

Los desacostumbrados - Manuel Jabois

Los desacostumbrados - Manuel Jabois

Si una persona le corta el clítoris a su hija de once años, o la obliga a casarse con un señor de cincuenta, o la mata, se le juzga no en atención a nuestras sagradas costumbres sino a nuestra sagrada ley
Si Pablo Casado estuviese rodeado de buenos asesores, o asesores sin más, o simplemente rodeado, alguien le habría hecho llegar el sábado un ejemplar de Yo tuve un sueño, de Juan Pablo Villalobos. Ese día, Casado pronunció una de las frases que marcan la vida política de una persona y veremos si la de un partido: “O los inmigrantes respetan las costumbres de Occidente o se han equivocado de país. (…) Aquí no hay ablación de clítoris, aquí no se matan los carneros en casa y aquí no hay un problema de seguridad ciudadana”. Ni de izquierdas ni de derechas, efectivamente, pero con dramático giro de guion.
Olvida Casado que si España permitiese eso, huirían también. La ablación del clítoris y la seguridad ciudadana son dos de los muchos motivos por los que los inmigrantes escapan de sus países: quieren entrar en España para que no les mutilen y para que no los maten en una guerra, amén de otras ventajas, ninguna de ellas fiscal.
Huyen no de sus costumbres, sino de sus anomalías, y lo hacen para dirigirse a una sociedad en la que los crímenes no son juzgados por Dios ni por terroristas, sino por los tribunales de justicia. En España, como sabe Casado, no se castigan las costumbres, se castigan los delitos. Por eso, si una persona le corta el clítoris a su hija de 11 años, o la obliga a casarse con un señor de 50, o la mata, se le juzga y se le mete en la cárcel no en atención a nuestras sagradas costumbres, sino a nuestra sagrada ley. Decir lo del carnero ya es directamente sacarse la careta y pisarla.
Al otro lado del Atlántico, el escritor Juan Pablo Villalobos ha construido una crónica sobre el viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos. Hay pocas cosas más idénticas que la desesperación y el miedo de un migrante. No es un ensayo, ni una ficción, ni enseña a pensar: sólo muestra. Se levanta sobre el testimonio real de 10 menores que no lo abandonan todo, sino que van en busca de lo que les abandonó a ellos, casi siempre sus familias. Es un libro corto y seco, quizás el libro que más se parece a su tiempo político y el que mejor explica las cosas, precisamente porque deja que se expliquen solas.
Uno de los niños cuenta el viaje frustrado de su madre a Estados Unidos; allí trabajaba para mandarles dinero, un dinero que las maras, en su país de origen, reclamaban para ellas. “Mi mamá trabajaba para pagarles a los pandilleros y por eso mi abuela se cansó y ya no quiso pagar y la mataron. Y también mataron a mi tío. Por eso mejor nos venimos. Kevin decía siempre que prefería morirse en México que en Guatemala. Siempre me decía: Nicole, prefiero morirme en el camino”.

La versión lujosa que Casado dio sobre la inmigración se contrapone, como tantas otras versiones lujosas de problemas que afectan a los demás, a la realidad. Pero cala, vaya si cala. Hay pocas cosas más peligrosas que una sociedad permeable a los delirios: una sociedad a la que se le inocula un miedo artificial. Por eso el peligro de la ultraderecha no es su existencia, sino la resistencia a definirla como lo que es, asumir su agenda hasta elevarla al centro del debate y homologarla como pieza parlamentaria de utilidad. Citar como ha citado Casado literalmente el “no hay sitio para todos” o esgrimir la falacia del aprovechamiento de las “ayudas sociales” coloca al PP más cerca de costumbres antidemocráticas que de la ley, y es sabido que quien hace eso se equivoca de país, por el bien del país.