sábado, 1 de diciembre de 2018

Juego de patriotas - Juan Manuel de Prada

Juego de patriotas - Juan Manuel de Prada

Con patriotas como estos se hacía antaño un patio de Monipodio como de perlas; y hogaño se hace un «gobierno bonito» y paritario
Afirmaba Julio Camba que en España hay muchas personas de cuyo patriotismo no tenemos otra noticia que las gallinas que se engullen, las copas que se sorben o los cigarros que se fuman. A estas formas de falso patriotismo habría que añadir la de aquellos de los que no tenemos otra noticia que los euros que escaquean. El gobierno del doctor Sánchez, por ejemplo, es un parque temático de este tipo de patriotismo: tenemos a Pedro Duque, el ministro astronauta, que después de saltarse alegremente la ley de gravedad, decidió saltarse todas las leyes fiscales; tenemos a Isabel Celaá, la escamoteadora de Villas Meonas; tenemos a Nadia Calviño, que baraja los testaferros como si fuesen naipes; tenemos a María Luisa Carcedo, más experta en dietas que el dómine Cabra… Y tenemos a Borrell, al que hay que echar de comer aparte.
Con patriotas como estos se hacía antaño un patio de Monipodio como de perlas; y hogaño se hace un «gobierno bonito» y paritario. Entre toda esta olimpiada de ministros patriotas ninguno nos causa tanto pasmo como Josep Borrell, de quien podría decirse aquello que Talleyrand decía de su rival Fouché: «Desprecia tanto a la Humanidad porque se conoce bien a sí mismo». En Borrell, sin embargo, todo el mundo ve, misteriosamente, un nuevo Talleyrand al que se concede licencia para perpetrar todo tipo de trapisondas, desde las más veniales hasta las más gruesas. Así, por ejemplo, se le perdona la pantomima que montó en el Congreso, a costa de un escupitajo fantasmal que exageró como si lo hubiesen nevado a gargajos. Y se le perdonan sus lastimosos devaneos con ese poderoso caballero «que da y quita el decoro / y quebranta cualquier fuero». Ya antes de que fuera ministro, se supo que Borrell había sido palomo en un chirlata de interné, donde primero le excitaron la avaricia y después le madrugaron una fortuna. Y ahora sabemos que hizo un birlibirloque muy patriótico con acciones de una compañía que administraba, al saber que estaba a punto de quebrar (y, según se cuenta, la información privilegiada se la pasó otro patriota como la copa de un pino, entonces presidente de la compañía en quiebra y hogaño secretario de Estado).

A todos estos lastimosos enjuagues, que delatan al hombre patéticamente corroído por el gusanillo de la codicia, añade Borrell una ejecutoria grimosa como ministro, con episodios de indolencia y chapucería superlativos, como el reciente fiasco de Gibraltar. Pero todo este ramillete de fechorías se le perdona a Borrell porque se le tiene por un gran defensor de la unidad de España, que al parecer consiste en dejar España hecha una escombrera, a merced de especuladores y garduñas bursátiles, mientras nuestro dinero toma las de Villadiego. Pero lo cierto es que Borrell no cree en la unidad de España, sino en el blindaje del Estado-Leviatán al servicio de la plutocracia europeísta. Alguien que, en contra de la estelada (bandera inventada a medias), enarbola la bandera de la Unión Europea (que es una invención completa), como hace Borrell, demuestra que no ve en España una patria digna de ser amada, sino un engendro artificial, un Frankenstein putrefacto que sólo puede despertar aborrecimiento entre quienes aún no tengan tupidas las meninges por el patrioterismo pauloviano. Pues esta visión hórrida de España, contraria a su historia y tradición política, contraria a su realidad biológica y espiritual, es la mayor fábrica de independentistas que uno imaginarse pueda. Sólo el patrioterismo pauloviano puede tener por paladín a Borrell, quien podría ostentar como lema aquellas palabras que Pío XI dedicó al dinero apátrida, que allá donde encuentra su provecho funda su patria: Ubi bene, ibi patria est.