lunes, 22 de agosto de 2016

La tragedia del león descalzo - David Torres

La tragedia del león descalzo - David Torres

Un texto que escribí hace ya años sobre uno de...

En Marathon man escribió William Goldman que más importante aún que ganar una maratón es el estilo con que se corren los últimos metros. Desenfadado, relajado, fácil, un gran maratoniano entra en el estadio olímpico como si acabara de empezar la prueba y fulmina el último kilómetro como si fuese el primero y no llevara más de dos horas empapado en sudor. El protagonista de la novela adora a Nurmi, el gran corredor finlandés que dominó como nadie las pruebas de fondo y medio fondo durantes los años 20. Pero cuando el pobre hombre echa a correr para salvar su vida, después de una infame sesión de tortura, cae en la cuenta de que no lleva zapatillas, que no puede correr descalzo. De repente un nombre ilumina su memoria como un fogonazo: Bikila, el magnífico corredor etíope que ganó descalzo la maratón en los Juegos Olímpicos de Roma en 1960. La persecución se alarga a través de calles y de coches, pero al hombre acosado ya le escoltan dos fantasmas, dos dioses tutelares que trotan a su lado para ayudarlo, surgiendo entre el encantamiento animal del dolor y el esfuerzo: Paavo Nurmi y Abebe Bikila.
Al final fue a Bikila a quien escogieron para abrir los títulos de crédito de la película, esa secuencia inolvidable en que sus brazos en alto al cruzar la meta se funden con el asfalto neoyorquino y la atlética zancada de Dustin Hoffman. Marathon man se estrenó en 1976 y la escena tiene el rango de un homenaje fúnebre porque Bikila había muerto tres años atrás, muy joven aún, perseguido por el halo de la mala suerte.
Nacido en el seno de una familia campesina del sur de Etiopía –un país asaltado por el hambre, la miseria y la pobreza endémicas– Bikila aprendió a correr muy pronto. Desde niño, compaginó sus estudios con sus labores de pastor y a los 17 años se enroló en el ejército, donde llegaría a ser miembro de la Guardia Imperial de Haile Selassie, el Negus, el León de Judá, el Rey de Reyes. Descendiente directo de Salomón, aquel payaso esperpéntico fue el último ocupante del trono etíope y a punto estuvo de truncar para siempre su estela de gloria. Durante la niñez de Bikila, su país sufrió la invasión del ejército italiano y fueron los ingleses, que habían concedido asilo político al Rey de Reyes, quienes devolvieron el trono a Selassie en plena campaña africana.
Bikila participó por primera vez en una carrera oficial en 1953, con apenas 21 años, un cross militar que ganó sin excesivo esfuerzo. En 1956 asistió a la parada militar en honor de los atletas que regresaban de los Juegos Olímpicos de Melbourne. “¿Quiénes son?” preguntaba fascinado, admirando el porte de Wami Bitaru, plusmarquista nacional de los 5.000 y los 10.000 metros lisos. Ese mismo año compitió en el campeonato de las Fuerzas Armadas y derrotó a Bitaru, convirtiéndose en la nueva esperanza del atletismo etíope. Pero fue el gran entrenador sueco Onni Niskanen quien talló el diamante en bruto que era Bikila a base de largas carreras sobre asfalto, ejercicios de baloncesto y baños de sauna. También fue Niskanen quien comprobó que su pupilo conseguía mejores tiempos sin calzado alguno y nunca se opuso a que corriera descalzo.
En 1960 África se vistió por primera vez de oro en unos Juegos Olímpicos bajo la grácil estampa de Bikila, quien rompió la cinta del estadio de Roma con una amplia ventaja de doscientos metros. El público rompió a aplaudir enfervorizado la hazaña de aquel corredor negro que había batido el record mundial con un tiempo de 2 horas, 15 minutos y 16 segundos, casi 8 minutos por debajo de la anterior marca. Cuando los asombrados periodistas le preguntaron por qué corría descalzo, respondió: “Quería que el mundo supiera que mi país, Etiopía, ha ganado siempre con determinación y heroísmo”. En su extraordinaria hazaña nocturna a través de la Vía Apia, Bikila pasó frente al obelisco de Axum, que fue robado a su país por el ejército de Mussolini durante la invasión italiana, y esa imagen se convirtió en un símbolo perenne del renacimiento africano cuando gran parte del continente negro luchaba aún por desembarazarse del dominio colonial.
A su regreso a Etiopía fue recibido con todos los honores por el Rey de Reyes, recibió un anillo de diamantes y fue ascendido a sargento. Sin embargo, pronto cambiaron las tornas y cuando se entrenaba para la Olimpíada de Tokio fue acusado injustamente de haber tomado parte en un complot contra el Emperador y pasó varios meses en prisión. Para colmo, a su salida de la cárcel, sufrió un inoportuno ataque de apendicitis que hizo peligrar su participación en los Juegos. No obstante, Bikila se recuperó milagrosamente y repitió la proeza, aunque esta vez calzado con unas zapatillas de tenis. En Tokio consiguió el oro y una nueva marca mundial: 2 horas, 12 minutos, 11 segundos. Luego aseguró, como el que no quiere la cosa, que al acabar la prueba no estaba muy cansado y que bien podía haber corrido otros diez kilómetros.
Sin embargo, la suerte estaba a punto de abandonarlo. A sus 32 años, salió como favorito en la maratón olímpica de México, pero tuvo que abandonar a los 17 kilómetros, afectado por problemas de altitud más una lesión mal curada en su pierna derecha. No obstante, sus enemigos no lo abandonaron ni un segundo y así, en su sacrificio, colaboró en la victoria de su compatriota, Demisse “Mamo” Wolde.
Un año después, en Addis Adeba, la mala suerte tomó la forma de un accidente de automóvil del que Bikila no salió indemne. Estuvo ocho meses en un hospital de Londres pero los médicos que salvaron su vida no pudieron hacer nada para rescatarlo de la parálisis. El León Descalzo, el hombre que había asombrado al mundo con la elegancia de su zancada, pasó los últimos años de su vida confinado en una silla de ruedas. Bikila nunca se recobró de la tristeza ni de las secuelas del accidente: una hemorragia cerebral acabó con su vida en 1973. Enterrado con honores de héroe nacional, más de 65.000 personas y el propio Emperador acudieron a su sepelio.
Abebe Bikila fue el atleta que abrió para África las puertas del deporte. Muchos de los corredores etíopes, keniatas y marroquíes que dominaron las pruebas de fondo y medio fondo durante las siguientes décadas, encontraron inspiración en su figura humilde, su elegancia innata, su paso despreocupado y admirable, su resistencia inmensa. En la tragedia de este hombre que quedó encerrado para siempre en la cárcel de la parálisis estaba escrita también esa leyenda árabe que asegura que nadie puede escapar de su destino, ni siquiera un héroe que corría descalzo desde niño huyendo de la mala suerte.