martes, 11 de marzo de 2014

Un gángster con los calzoncillos de un cardenal - José Luis Alvite

Un gángster con los calzoncillos de un cardenal - José Luis Alvite

Todos en el fondo somos sospechosos de un crimen. Unos, porque lo cometieron; el resto, porque estamos a la espera de dar con nuestra víctima. Muchos hombres se libran de ir a la cárcel porque les da pereza pasar por la armería. O porque no concurren en su vida las circunstancias que le cambiarían de camino los pies. Se dice que la educación y la cultura frenan mucho la violencia.Yo creo que en realidad sólo la refinan y que un tipo culto y educado tiene sobre el asesino soez la ventaja de que no le importaría darle las buenas noches a sus cadáveres. Pero sometidos a las mismas circunstancias, todos los hombres seríamos igualmente perversos. Se dan en las alturas financieras horrendos crímenes de una delicada bestialidad. Los ricos urden sus asesinatos en la frialdad del despacho, rodeados de una corte de abogados y en contacto telefónico con el matón de la cloaca, un tipo cuya conciencia funciona a discreción, como un servicio público, como un taxi. El asesino a sueldo no le tiene rencor a su víctima. Simplemente hace su trabajo y procura hacerlo bien, sin dejar huellas y ni un cabo suelto que le una a quien alquiló su pistola. Antiguamente la gente se mataba por algo personal, por una deuda largo tiempo aplazada, por el amor de una mujer sudada o por el desigual reparto de un botín. Mientras los ricos fundaban empresas, los pobres ampliaban los cementerios con los cadáveres de los suyos. A un rico, otro rico no necesitaba asesinarlo. En la alta sociedad bastaba con retirar el saludo o modificar el testamento en el notario. La saña que el marginal ponía en la matanza, el rico la empleaba solo en el papeleo. Todavía se conservan en las páginas de los periódicos rudimentarios crímenes cometidos por el insostenible peso de la pasión, urdidos en el lodo del vicio, causados por una mala tarde al póker o por el estrés de una retención de tráfico. Pero empiezan a ser una anécdota al lado de los nuevos formatos de una delincuencia perfectamente planificada en cuya estructura la improvisación cede ante la jerarquía. El crimen se ha convertido en algo frío, pulcro y ético como una iglesia o como un dispensario. Y todo empezó hace ochenta años, cuando un tal Capone creó aquella implacable maquinaria en cuyo funcionamiento la crueldad se destilaba con sutiles dosis de cortesía, de modo que el crimen organizado se revistió de la sana apariencia de la familia, como una rama noctámbula de los jesuitas. Capone ordenaba sus crímenes con una mezcla de odio y pudor, cuidándose de no ofender al mismo tiempo al Cielo y al FBI, con esa extraña deontología de alguien que se siente a salvo de la ira de Dios por haber ido de putas con los calzoncillos de un cardenal.