Bofetada con mariposa - José Luis Alvite
Mi padre ejerció el periodismo desde su adolescencia hasta el borde mismo de la muerte. Quitando lo de escribir y afeitarse, mi padre casi no sabía hacer otra cosa con las manos. También es cierto que carecía de otra ambición que no fuese la obsesión por hacer bien las cosas bien y dormir tranquilo, al menos todo lo tranquilo que podía dormir un hombre cuya idea de la riqueza era que el sueño no le costase dinero. Dicen que era un tipo elegante, un hombre con empaque, un señor. Soy de la misma idea. Quienes le conocieron recuerdan su magnífica figura y su ropa siempre impecable. Mi padre tardaba un promedio de quince años en cambiar de talla, no sé si porque tenía un metabolismo afortunado o porque su economía le impedía renovar más a menudo el vestuario. El sastre de la calle Pitelos me dijo en una ocasión que mi padre era el tipo que menos tiza le hacía gastar en el dibujo de la ropa y que la mayor parte del tiempo que duraban sus encuentros no lo empleaba en las pruebas, sino en la suave duermevela de la conversación. He de reconocer que me sonrió la suerte de tener un padre aplomado y ameno que sólo habría sido capaz de levantar la voz para disculparse por haberlo hecho. Que únicamente le recordemos una bofetada es la prueba de su carácter reflexivo y pacífico. Aquella bofetada se la dio a mi hermano mayor por un sinsabor acumulado que le sacó inesperadamente de sus casillas. Fue un golpe suave, sin recorrido, un golpe ameno y medicinal al que habría sobrevivido una mariposa. Mi hermanó necesitó apenas unos minutos para sobreponerse al estupor de la sorpresa, recobrar el ánimo y seguir jugando. Mi padre tardó tres días en conciliar el sueño después de que entre todos en casa le infundiésemos el ánimo necesario para recobrar la fe en sí mismo. Mi hermano murió de un tumor treinta años después de aquello, pero yo creo que mi padre se llevó a la tumba la amarga sensación de que aquel jodido cáncer le había sido causado por la maldita bofetada que desmentía la cordialidad de su mano su mano. Aquella mañana del 10 de octubre del 84 le acompañé al hospital Juan Canalejo de ..
A Coruña. Un mozo de almacén arrastró el cuerpo de mi hermano sobre una camilla con ruedas hasta dejarlo en suerte, como si fuese un cadáver de lidia, debajo de una bombilla sucia, en medio de una sórdida lonja de recambios, cajas y basuras. Mi hermano llevaba puesto un traje nuevo, terso, sin doblez alguna, como si para la trágica ocasión le hubiese tomado las medidas con una tiza de carpintero el sastre lento y cartesiano de la calle Pitelos. Mi padre contuvo las lágrimas como buenamente pudo. Sólo dijo: "Este año se nos va a hacer muy grande la mesa de Navidad"... Yo me adelanté dos pasos y le eché un visto al cadáver de mi hermano. Era la primera vez que le veía acostado desde que a los 16 años se fue de casa para estudiar en Madrid. Era también la primera vez, ¡Dios!, que mi hermano aceptaba un traje sin haber escogido personalmente el calzado. Al poco rato, mi padre y yo regresamos en mi coche a Compostela. "Ve con cuidado, hijo... ten en cuenta que tú eres ahora tu hermano mayor"... Almorzamos en la autopista. Besé de refilón su mano cuando probó a acariciarle en mi cara la mejilla al cadáver en off de mi hermano. Mi padre dejó en el plato más comida que la que le habían servido. Después le acompañé mientras escribía en el periódico el obituario de su hijo mayor. Y yo recordé los días de nuestra infancia, cuando mi padre volvía de madrugada a casa y al arroparnos en cama fingía ignorar que fingíamos estar dormidos... Mi inolvidable padre y mi colega periodista murieron en la misma cama y en la misma noticia siete años después de aquello y ni siquiera el cáncer le cambió de talla, como si hubiese querido guardar para siempre en la acogedora Navidad de su cadáver un sitio de honor para el trajeado cadáver de mi hermano.
Mi padre ejerció el periodismo desde su adolescencia hasta el borde mismo de la muerte. Quitando lo de escribir y afeitarse, mi padre casi no sabía hacer otra cosa con las manos. También es cierto que carecía de otra ambición que no fuese la obsesión por hacer bien las cosas bien y dormir tranquilo, al menos todo lo tranquilo que podía dormir un hombre cuya idea de la riqueza era que el sueño no le costase dinero. Dicen que era un tipo elegante, un hombre con empaque, un señor. Soy de la misma idea. Quienes le conocieron recuerdan su magnífica figura y su ropa siempre impecable. Mi padre tardaba un promedio de quince años en cambiar de talla, no sé si porque tenía un metabolismo afortunado o porque su economía le impedía renovar más a menudo el vestuario. El sastre de la calle Pitelos me dijo en una ocasión que mi padre era el tipo que menos tiza le hacía gastar en el dibujo de la ropa y que la mayor parte del tiempo que duraban sus encuentros no lo empleaba en las pruebas, sino en la suave duermevela de la conversación. He de reconocer que me sonrió la suerte de tener un padre aplomado y ameno que sólo habría sido capaz de levantar la voz para disculparse por haberlo hecho. Que únicamente le recordemos una bofetada es la prueba de su carácter reflexivo y pacífico. Aquella bofetada se la dio a mi hermano mayor por un sinsabor acumulado que le sacó inesperadamente de sus casillas. Fue un golpe suave, sin recorrido, un golpe ameno y medicinal al que habría sobrevivido una mariposa. Mi hermanó necesitó apenas unos minutos para sobreponerse al estupor de la sorpresa, recobrar el ánimo y seguir jugando. Mi padre tardó tres días en conciliar el sueño después de que entre todos en casa le infundiésemos el ánimo necesario para recobrar la fe en sí mismo. Mi hermano murió de un tumor treinta años después de aquello, pero yo creo que mi padre se llevó a la tumba la amarga sensación de que aquel jodido cáncer le había sido causado por la maldita bofetada que desmentía la cordialidad de su mano su mano. Aquella mañana del 10 de octubre del 84 le acompañé al hospital Juan Canalejo de ..
A Coruña. Un mozo de almacén arrastró el cuerpo de mi hermano sobre una camilla con ruedas hasta dejarlo en suerte, como si fuese un cadáver de lidia, debajo de una bombilla sucia, en medio de una sórdida lonja de recambios, cajas y basuras. Mi hermano llevaba puesto un traje nuevo, terso, sin doblez alguna, como si para la trágica ocasión le hubiese tomado las medidas con una tiza de carpintero el sastre lento y cartesiano de la calle Pitelos. Mi padre contuvo las lágrimas como buenamente pudo. Sólo dijo: "Este año se nos va a hacer muy grande la mesa de Navidad"... Yo me adelanté dos pasos y le eché un visto al cadáver de mi hermano. Era la primera vez que le veía acostado desde que a los 16 años se fue de casa para estudiar en Madrid. Era también la primera vez, ¡Dios!, que mi hermano aceptaba un traje sin haber escogido personalmente el calzado. Al poco rato, mi padre y yo regresamos en mi coche a Compostela. "Ve con cuidado, hijo... ten en cuenta que tú eres ahora tu hermano mayor"... Almorzamos en la autopista. Besé de refilón su mano cuando probó a acariciarle en mi cara la mejilla al cadáver en off de mi hermano. Mi padre dejó en el plato más comida que la que le habían servido. Después le acompañé mientras escribía en el periódico el obituario de su hijo mayor. Y yo recordé los días de nuestra infancia, cuando mi padre volvía de madrugada a casa y al arroparnos en cama fingía ignorar que fingíamos estar dormidos... Mi inolvidable padre y mi colega periodista murieron en la misma cama y en la misma noticia siete años después de aquello y ni siquiera el cáncer le cambió de talla, como si hubiese querido guardar para siempre en la acogedora Navidad de su cadáver un sitio de honor para el trajeado cadáver de mi hermano.