La vanidad del fracaso - José Luis Alvite
...Suelo rehuir a las personas que tratan de aparentar más felicidad que la que verdaderamente sienten, pero aún considero más insoportables a las que se inventan infortunios y calamidades con la intención de resultar trágicos e interesantes. Esa vanidad de la desgracia suele darse mucho entre los falsos intelectuales y entre los artistas sin relieve. Todos conocemos a alguien así: el pintor que asegura que su último cuadro es el resultado de haber sufrido un horrible tormento interior, el novelista supuestamente abatido por un oscuro episodio ocurrido en su infancia, el periodista treintañero que se comporta como si arrastrase el peso de cuarenta años de insoportable desolación vital, aquel dramaturgo que jura haber escrito para el cajón las obras que habrían revolucionado la escena moderna, el mediocre actor que no dio el salto a Broadway porque su mala vida le había consumido el dinero para el pasaje.... pero también el falso bohemio cuya calculada indigencia se esfumaría tan pronto echase mano de su tarjeta del cajero automático, el farsante que justifica su ausencia por simple enfermedad atribuyéndola al cumplimiento de una condena en la cárcel, el tipo que por lo visto renunció a prosperar en su empresa porque no quiso prestarse a los caprichos sexuales de su jefa, el guionista de televisión sumido en el fracaso por haberse ido de la lengua al comentar una idea delante de cuatro listos de Hollywood que luego la aprovecharon para escribir las memorables frases de Gregory House, la chica de alterne que renunció a un puesto en el Waldorf Astoria de Nueva York por culpa de una estúpida e incurable alergia a los ascensores, en fin, aquella patética pareja de cuarentones, él, vestido de Bogart, y ella, de bailarina alcohólica, que un día me juraron por sus muertos que si no llegaron donde se merecían, fue porque estaban convencidos de que el éxito les produciría una insufrible nostalgia del fracaso. A muchas personas les causa placer sentir esa extraña vanidad por lo que pudo ser y no fue. Una amiga mía con la que tuve relaciones íntimas, dejó caer por ahí la noticia de un posible embarazo como consecuencia de "lo nuestro". Nunca entendí muy bien qué pretendía con aquello, a no ser que tratase de sentir la vanidad del feto perdido. Porque lo cierto es que no estaba embarazada, ni había tenido síntoma alguno de poder estarlo. Me consta que no mintió al decir que tenía eso que las mujeres llaman discretamente "una falta". En efecto, mi amiga tenía una "falta", pero una "falta" detrás de otra, sin solución de continuidad, una "falta" constante desde que había dejado de ser una mujer fértil por culpa de cumplido años y por haber entrado en una fase de fertilidad puramente emocional y simbólica, con lo cual siempre estuve la mar de tranquilo, tan tranquilo como habría estado si la noticia del embarazo la hubiese dejado caer por ahí la Estatua de la Libertad. Nunca lo comenté con ella. No quise sacarla del engaño dolorosamente agradable del aborto sin feto ni placenta. Algunas personas son felices recordando acontecimientos que jamás les ocurrieron y hay ocasiones en las que la imaginación retrospectiva constituye incluso una estimable manifestación de talento. Supongo que esas personas se inventan el sufrimiento porque el dolor es siempre un buen tema de conversación con el que impresionar a la audiencia, ansiosa por conocer vidas destrozadas, corazones partidos por una afilada pasión sin futuro, gente que no podría salir adelante en la vida social sin convertir su fracaso en una especie de brillante y escabroso martirio en el que hubiesen malgastado los mejores excedentes de su talento. El ex boxeador Ángel Grela no tuvo en absoluto una vida inmensamente feliz, pero encajó los reveses de la vida con la misma naturalidad con la que su coche fue encajando los desperfectos del tiempo. Siempre supo que el dolor de un golpe se olvida con el golpe siguiente y que el regazo en el que tomaron asiento tantas hermosas mujeres en los buenos tiempos, es ahora una buena terraza en la que esperar sentado a que el camarero de la funeraria traiga el vermú, los pistachos y el viático. Jamás le escuché quejarse de sus fracasos familiares o del alocado desperdicio de su dorada juventud, los años de champán y chavalas, cuando sus puños abrían más puertas que la mejor ganzúa y en la liturgia del pesaje, a su cuerpo le sentaba como un cincel la biselada luz de los flashes. Hace cuatro o cinco años, el viejo boxeador le encargó su biografía a un incipiente escritor. El proyecto fracasó porque al boxeador no fue capaz de inventarse un pasado mas dramático que el suyo. Por lo visto, al decepcionado biógrafo le habría gustado que Ángel Grela hubiese aprendido a boxear de niño en el interior de un féretro blanco con los tiradores de una maleta. A mi viejo amigo no se le da la vanidad del fracaso. Es cierto que pudo aprovechar mejor los días de gloria, pero Ángel Grela me dijo de madrugada en un garito que si los boxeadores dan malos pasos, es porque a sus pies suelen fallarle las manos.