Días de calor y literatura deshuesada - José Luis Alvite
En los mejores momentos de su indecisa facilidad para conquistar mujeres, un amigo mío le dijo a su chica de ocasión: "Me tomaré una copa para atreverme contigo, nena, con el convencimiento de que las dos siguientes las necesitaré para olvidarte". Era verano, como lo es ahora, y aquel tipo entendía que el calor banaliza las cosas, incluso las sagradas cosas del amor. Estaba convencido que del mismo modo que hay canciones para el verano y ropa para sobrellevar el calor, habría que aceptar la existencia de mujeres estacionales con quienes el alcohol del daiquiri suele ser más eficaz que los aforismos y que los versos. No comparto la actitud de mi viejo amigo pero tiene algo de razón. No hace mucho estuve a firmar libros en unos grandes almacenes. Hacía buen tiempo y los ciudadanos se habían ido a la playa o a las terrazas de los cafés, así que no le oculté al jefe de relaciones públicas de los grandes almacenes mi convencimiento de que habría sido más interesante firmar toallas de baño. En verano muchos lectores consideran denso cualquier texto que no quepa en el fuelle de un abanico. A Proust lo leerían únicamente en el supuesto de que sus obras las comercializasen en filetes. En verano lo que se vende es esa prosa como de Porcel, esa literatura balear con coches encarnados y las carreteras bajando hasta el mar como rizos de brea, pobladas por cuatro personajes en los que lo más profundo sea la piel, banal literatura de azaleas y terracitas, encuadernada en algo resistente al helado de vainilla y al espermicida. Hay tipos a quienes no parece improbable que el sudor les borre la frente. "¿Cómo puede pretender usted que lea algo de Faulkner con una sardina asada en una mano y el libro en la otra mano? Estamos en verano, cielo, y en verano incluso a las lápidas con las cagadas de las palomas se les borran los epitafios". Mi amiga T. nunca fue una gran lectora pero en verano extrema su aversión a los textos. Dice que en realidad los libros sólo sirven para tener localizado el polvo del salón. No me faltan razones para creer que a Umberto Ecco sólo lo leería si sus novelas se las deshuesasen en la jamonería. De "El crepúsculo de los dioses", a mi pobre amiga sólo le resultó interesante la imagen de William Holden tendido boca abajo en el agua de la piscina. Leo cada verano "La muerte en Venecia" y siempre me sobrecoge esa mezcla de lirismo y malaria, el niño polaco en cuya sonrisa azulea la víspera de la muerte, y la desidia terminal del hombre maduro en cuya lascivia es como si le regurgitase en las ingles el sudor de un conejo engordado con el mercurio de un termómetro. Es como si Thomas Mann lo hubiesen escrito con el lápiz de ojos de una mujer con presbicia.