Fuego en cursiva - José Luis Alvite
..Si tuviese que alegar un motivo para justificar la admiración iconográfica que siento por Robert Redford, diría que encuentro de mi gusto su calidad como intérprete, y sobre todo, su cinematográfica elegancia al encajar los reveses de la vida y su distante manera de morirse en off en no pocas de sus mejores películas, incluso cuando, como en El río de la vida, dirige su muerte a través del inquilinato de un cadáver de encarga en el cuerpo pendenciero de Brad Pitt, que interpretaba a las órdenes de Redford el papel de un periodista que vive todo el rato al borde del abismo, afrontado con un leve toque de amargo altruismo los angustiosos avatares de un ambiente tentador y amoral en que sólo la muerte pareciese inocente. En Habana, su codicia de jugador no le impide renunciar a última hora a su suerte y asumir el memorable fracaso del tahúr sensible pero reservado que acepta el ostracismo por ayudar a la mujer que ha despertado en él ese punto de pasión que justifica que un hombre gaste su pequeña fortuna del póquer en conseguir una puesta de sol en la que empezar de cero. Fracasa también en Brubaker, donde su ética de alcaide humanitario y reformista le granjeaba el agridulce sabor de un brillante fracaso, esta vez renovando el aire moral de una penitenciaria a cambio de aceptar sin miramientos su asfixia profesional y la consiguiente renuncia, naturalmente, sin que se esfume de sus labios esa sonrisa cítrica y lastimada que en el rostro de los hombres como Redford suele causar el mohín de un mal sabor de boca. ¿Y qué decir de Íntimo y personal? En precario frente a la codicia periodística de Michelle Pfeiffer, a la que había ayudado desinteresadamente a mejorar sus textos y a aligerar su tóxica capa de pintura, en un arranque de decepción y ruleta, Redford se marcha de corresponsal a un conflicto armado y sucumbe para dejarnos a los espectadores un agrio regusto emocional y un buen puñado de dinero en las manos de la taquillera. Ni que decir tiene que mi favorita entre todas esas películas es Memorias de África, aunque he de reconocer que la sorpresa de Redford renunciando a su historias de amor con Meryl Streep no es nada comparado con el estupor que me habría causado si se quedase para siempre al lado de aquella señora que invertía en su plantación de café la energía que tendría que haber empleado en abrazar al tipo aventurero y solitario, aún a sabiendas de que aquel romántico cazador sin ataduras probablemente únicamente se habría resignado a echar raíces en un tren que sólo se detuviese para dejar que crucen la vía los leones, la brisa y el herbáceo aroma del paisaje. En Memorias de África el bueno de Redford se muere en off, sin sangre y sin ruido, también sin haberse despedido, como suele morirse en varias de sus películas más recordadas, libre y una pizca sentimental, sucumbiendo sin alardes y sin gestos, volando al pespunte de la silvestre brisa del aire, a los mandos de aquella avioneta con cuyo rasante alabeo peinaba las bandadas de garzas y de espátulas volviendo fucsia el paisaje africano mientras la música de John Barry le aflojaba a Meryl Streep el sucinto esfínter de su restringida sonrisa escandinava y en el patio de butacas del cine los tipos como nosotros nos moríamos de envidia y maldecíamos la cobardía de no haber hecho algo así en nuestras putas vidas, siquiera algo vagamente parecido... no sé... tal vez la proeza pasajera de haber alcanzado, al menos por una vez en nuestra existencia, ese equilibrio magnífico e inenarrable entre la libertad y la decencia que permite la existencia de los tipos como el que interpretaba Redford en Memorias de África, esa película en la que incluso parece pana el fuego desdentado, vegetariano y ventoso que arrasa en cursiva la frágil, pagana e incipiente fertilidad de los cafetales...