Palomas de lino - José Luis Alvite
sé si por los mismos motivos, pero comprendo la desolación de Rafael Torres al reflexionar sobre la violencia en las aulas y la indefensión del profesorado frente a esa creciente horda de chavales agresivos y descerebrados en cuya mente la idea más inteligente podría ser la posibilidad nada incierta de abrir la puerta del retrete con la cabeza. Cuesta creer que esos muchachos desciendan de quienes fuimos alumnos de Bachillerato hace treinta o cuarenta años, en una época en la que en muchos lugares de España los más sólido que alguna gente se llevaba a la boca era el hambre. Puede que seamos bastante culpables de lo que ocurre ahora en las aulas. Sé de muchachos que sólo ven a sus padres si coinciden con ellos en la calle. Sé de hogares en los que la cocina apenas se enciende y de otros en los que lo único realmente caliente es el televisor. Se cuentan los alumnos que conocen el nombre y los apellidos de sus profesores pero aún es más escandaloso que algunos de esos chavales ni siquiera hayan escuchado jamás el nombre de sus abuelos. Cuarenta años después de mi paso por el instituto Arcebispo Xelmírez, todavía recuerdo el nombre y los apellidos de todos y cada uno de aquellos profesores, su rostro y su ropa, su manera de apretar la tiza en el encerado, el método particular de cada uno al pasar lista puntándole en un papel o echando un simple vistazo a los contados huecos del aula. Recuerdo a don Benito Varela Jácome dictando sus clases al mismo tiempo que corregía en la mesa las cuartillas de algún brillante ensayo sobre literatura latinoamericana, como recuerdo las clases de Historia de don Manuel Fernández, que de los Reyes Católicos no sólo se sabía al detalle los avatares de su reinado y todas y cada una de las hojas de sus respectivos árboles respectivos, sino incluso su vida privada, los asuntos de cama, el aseo personal y los pensamientos, y nos lo contaba con la misma sencillez e idéntica reserva que si hubiese compartido con ellos la alcoba y las intrigas, y nos lo relataba también con la autoridad del maestro culto y enterado que al llegar a las lecciones del siglo XIX, se plantaba en lo alto de la tarima y se daba con viva emoción, y sin necesidad de pareja, aquel descomunal "Abrazo de Vergara" de cuya conmoción quedaba luego el bueno de don Manuel un rato ensimismado y memorable, postrado, crucial y sencillo, como si acabase de sentir en su espalda las pesadas manos militares del general Espartero, antes de volver en sí para recoger los bártulos y abandonar el aula tarareando en su elástica retirada una melodía en la que se iban esfumando por el pasillo, como alpargatas de lino, sus gimnásticas pisadas de alabardero francés. Todavía me fascina la personalidad de aquel hombre. Y cada vez que le recuerdo, vuelve a mí la sensación de que debajo de las gradas del aula escalonada del Xelmírez, en la segunda plaza del soberbio palacio de la plaza Mazarelos, el profesor Labarta, tan racionalista y funeral y a la vez tan amistoso, guardaba entre el zorro disecado y la polvorienta marta cibelina, las mustias palomas ciegas que don Manuel habría necesitado para subirse el día menos pensado a la tarima de la clase escoltado con la estatua musgosa del general don Baldomero Espartero, aquel tipo que, según mi inolvidable profesor, "dirigía las batallas con los ojos cerrados para que su formidable intuición estratégica la redondease para la Historia el delicado instinto táctico de su caballo"...
..En mis primeros años de bachillerato en el instituto Arcebispo Xelmírez estaba lejos de tener una idea sólida acerca de las circunstancias desencadenantes de la Guerra Civil pero en el recreo se comentaba con emoción que don Pedro Martul había estado exiliado en México por culpa de sus ideas republicanas y que el prolongado desarraigo había agriado su mirada y su carácter hasta convertirle en un hombre de trato reservado y difícil. Vestía traje oscuro y se tocaba la cabeza con un sombrero con el ala doblada por la costumbre de tocárselas antes las señoras para el silencioso y elegante cumplido del saludo. Que a veces alegrase su americana con una flor roja en el ojal me hacía pensar que pudiera tratarse de una secreta evocación republicana. Sus alumnos decían que era un profesor sobrio y contundente, de reacciones imprevisibles, que impartía su asignatura como si enseñase disección en el matadero municipal. No asistí a sus clases pero cuando le veía llegar al instituto, hacía por cruzarme en su estela para percibir en las narices, con los ojos cerrados, el cosmopolita rebufo sutilmente perfumado de aquel personaje que tenía para mí el aliciente de lo prohibido y me causaba una vaga e indescriptible sensación de bendita libertad y de sano pecado. Don Pedro Martul era desde luego todo lo contrario que doña Otilia Ulbritch, aquella compacta y andrógina señora que daba clases de alemán a un pequeño grupo de muchachos cuyos padres probablemente no se habían desprendido aún de las imperiales nostalgias del Eje. La señora Ulbritch era la mujer más fea que yo había visto en mi vida y también la más tosca. Se decía que había llegado a Compostela huyendo de la caza de nazis al final de la II Guerra Mundial. Nunca escuché en su voz una frase que no fuese una bronquitis o un golpe de tos que ella remataba arrastrando al bolso en su pañuelo una flema fisiológica y gomosa como un sapo. Las Hazañas Bélicas de Boixcar nos habían enseñado a recelar de los alemanes, pero la vieja y robusta profesora jamás dio motivo alguno para que la odiásemos personalmente a ella, aunque podría pensarse que de no haberse rendido al avance de los aliados, el III Reich habría sucumbido sin duda a la terca fealdad de doña Otilia, a la que siempre recordaré áspera y acatarrada, sonándose los mocos con un rugido en alemán. Don Pedro Martul era del otro bando y su hijo Luis estudiaba inglés, que era una lengua más liberal y más democrática, no como el alemán de doña Otilia, que no era una lengua para comunicarse, sino un idioma para desfilar. Luis Martul desembocó en profesor de la Universidad de Compostela pero estoy convencido de que conserva intacta su fe barcelonista de entonces, de cuando éramos solo unos muchachos y nuestro compañero Santiago Mayer grababa en el dinástico taller de su familia las efigies de Kubala y de Luís Suárez para hacer patentes al mismo tiempo sus habilidades artísticas y su incuestionable militancia azulgrana. Ninguno de aquellos devotos del Barça habría cometido la desfachatez de cambiar uno solo de los cromos de sus ídolos por la mas tentadora contraoferta de los madridistas, que disponían de Santamaría, Puskas y Marquitos, como tampoco habrían renegado de su pasión barcelonista por cuatro fotografías de Brigitte Bardot con la boca entreabierta por el fotogénico y pulposo rictus del deseo, aquella lasciva emoción extranjera que los ateridos niños de entonces solíamos serenar dándole con los ojos entornados un mordisco con lengua a la aromática naranja de la merienda. A veces tengo la sensación de que los alumnos de aquel instituto vivamos ajenos a las secuelas causadas en cada familia por la guerra y por el Régimen. Si acaso, lo vivíamos de una manera inconsciente, con aquella expectación que despertaba don Pedro Martul Rey, aquel profesor de mostacho bien poblado y andar pausado y elegante que tenía el sombrero moldeado por el viejo gesto de tocarse el ala cada vez que se cruzaba con una señora, aunque la señora fuese doña Otilia Ulbritch, aquella profesora parecida a Edward G. Robinson que carraspeaba como si le hiciese daño en la garganta el furibundo idioma del Führer...
..De mi incipiente sexualidad en el instituto, recuerdo que las ánforas que dibujaba don Antonio Moragón fueron la primera mujer que vi desnuda. El formidable acuarelista toledano manejaba con tanta soltura el dibujo y percibía con tanta facilidad el espíritu de las cosas, que siempre le creí capaz de hacerle una caricatura al perfil del aire. Además, el profesor de dibujo del Xelmírez dejaba en su recorrido entre los pupitres una vaga estela de tabaco causada por el humo de sus cigarrillos, que ascendía lentamente a lápiz hasta el techo y regresaba difuminado al suelo como un sauce a carboncillo, envolviendo la clase en un aura de dulce y liberadora bohemia, mientras en las manos de los chiquillos se abría paso la sutil y opiácea flor de aquellos dibujos que desentumecieron para siempre la perpleja pubertad de nuestras manos. Moragón tenía un pelo fosco y abundante cuyas primeras canas mismo parecía que acabase de trazárselas apuntando de soslayo al espejo con el lápiz del autorretrato hasta dejarle sobre los hombros aquel porte inigualable, aquel rostro reseñado bajo el mostacho por la sonrisa amable y bondadosa de un artista en cuyas láminas imitaba el secano sol de Toledo la caldosa luz de la acuarela, el suave azafrán de aquellos pinceles capaces de convertir un topo en una paloma con el sutil florete de aquella envidiable esgrima que asomaba a sus manso sin esfuerzo aparente alguno, como asoma la luz en la llama pasmada de un candelabro. De cuantos recuerdos conservo de mis días en el Xelmírez, el de don Antonio Moragón es sin duda el más entrañable, y todavía ahora, al cabo de tantos años, en muchas de mis frases para el periódico se desata, como una lazada blanda, el humo de los cigarrillos de aquel artista toledano al que mis manos le deben la recurrente tentación de describir las palomas siguiendo su vuelo viejo en las miradas de leche de los niños de hace cuarenta años, cuando en las clases de dibujo del viejo Xelmírez de la plaza Mazarelos descubrimos en el volumen de las ánforas la oval ginecología del aire. Fue entonces cuando comprendí, amigo mío, que al alma femenina le sienta mejor la ropa cuando se la ha cosido la modista siguiendo al dedillo el misterioso esqueleto del caballete del pintor. Y comprendí también que tuve el privilegio de estudiar con profesores que me impusieron el respeto y la disciplina sin un solo grito, sin otro aspaviento que no fuese el necesario para pasarme un brazo por el hombro y transmitirme hasta lo más hondo una inenarrable sensación de seguridad y de esperanza en medio de una sociedad marrón y asfixiante en la que el inicio sexual de los muchachos empezaba por mirarle las manos a la taquillera del cine mientras cortaba las entradas con la misma ecuménica elegancia que si se tratase de repartirnos el pan para alargarle el hambre a la cena. Sentí por mis maestros una mezcla de temor, admiración y respeto que no nos hizo daño alguno. Eran otros tiempos. En mis días de Bachillerato, amigo mío, incluso considerábamos un milagro ver el sol reflejado en la urea de aquellos orinales mientras en la calle ocurría aquella España restringida y miserable en la que eran tan fértiles la tristeza, los cerdos y los sepulcros...
En las clases de Religión de don Jesús Precedo Lafuente me gustaba sobre todo la sórdida peripecia del Antiguo Testamento porque rebosaba promiscuidad, vicio y ligereza, y, sobre todo, porque resultaba más ajetreado y más apasionante que La Hoja del Lunes, aquel anestésico periódico de la Asociación de la Prensa en cuyas páginas la noticia más escabrosa era la quiniela del fútbol. El canónigo Precedo no era Margarita Landi pero tampoco se ahorraba los detalles más sórdidos de todos aquellos personajes en los que se daban a partes iguales la expectación de Dios y la rústica delincuencia, creando un inestable orden moral y agropecuario a cada rato alterado por una decapitación, un adulterio o una plaga. Se daban juntos en aquellas historias la religiosidad y la superstición, la serenidad y la ira, de manera que en el relato no había tregua para el tedio y todo se sucedía con la incontrolada y confusa velocidad con la que se producen las epidemias y las revoluciones, en medio de un apasionante caos de fulanas y alfareros, profetas y mendigos, reyes voraces y mujeres hermosas e interesadas, como suelen ser a menudo las mujeres que verdaderamente valen la pena. El profesor de Religión redondeaba toda aquella atrocidad con una moraleja que adecentaba el sexo y la sangre, pero a mí se me quedaba sólo aquel clima de contrabando y concupiscencia, la diurética sensación de haber estado cerca del catre meado e incandescente de las odaliscas, que manejaban a los hombres del Antiguo Testamento doblegándolos a su antojo con el sonajero de su risa banal y la suculencia hojaldrada de su peinado. Naturalmente, el canónigo Precedo Lafuente trataba el asunto con profiláctica distancia, como lo habría tratado el doctor Molina, que recetaba penicilina para las enfermedades venéreas. No ocultaba un solo detalle pero añadía a cada rato una oportuna puntualización para que no nos dejásemos llevar por la tentación del caos. Y superada toda aquella carga fisiológica y mundana del Antiguo Testamento, se plantaba en la vida y muerte de Cristo, que resultaba más blanda y más aséptica. La sangre era sustituida inicialmente por los milagros, y las hordas tribales, y por los apóstoles, que en el relato del profesor de Religión resultaban unos señores mal peinados, muy silenciosos y muy educados que vivían de no pescar y se pasaban las horas escuchando a Jesús, que hablaba en parábolas, que es un género literario indirecto y anodino, una especie de pomada que no cura las heridas pero produce alivio. Don Jesús Precedo se animaba al llegar a la expulsión de los mercaderes del templo, cuando Cristo tuvo aquel arranque de genio y la aprendió a latigazos con los profanadores. Ese episodio no estaba mal, aunque enseguida la clase volvía a la aburrida pachorra pastoral mientras Cristo predicaba sin alzar la voz y el ambiente iba espesando hasta el tramo de La Pasión, que era cuando don Jesús se ponía serio y le salía la voz con la grave solemnidad del No-Do mi profesor de Religión crucificaba muy bien a Cristo y a mí se me ponía un nudo entre la garganta y las narices, como si Dios estuviese intentando dictarle a Cristo el Sermón de las Siete Palabras a través de mis malditas vegetaciones. Después acababa la clase. Y los muchachos recogíamos los bártulos en medio de un gran silencio, sobrecogidos por las luz de la tormenta iluminando, como si fuesen grúas de calcio, los cadáveres exhaustos del Calvario, sumidos en una tristeza que nunca supe muy bien si lo que me abría era el corazón o el apetito. Y de regreso en la calle, muchacho, de regreso en la calle nos hicimos mayores. Y volvimos a nuestras casas bajo la lluvia, escuchando en nuestras gabardinas la garlopa del carpintero del Gólgota, tristes y ensimismados, persuadidos de que a Cristo le habrían ido mejor las cosas si en un arrebato de sensata vulgaridad se hubiese casado con la cocinera fértil y apócrifa de La Última Cena...