Los trenes de la muerte - Ernesto Sáenz de Buruaga
El 11-M era el día señalado para hacer cambiar la Historia de España. La guerra de Irak era la coartada para derribar al Gobierno del PP en las urnas tres días más tarde. En algún lugar, mas próximo que lejano, alguien con la frialdad de asesino a sueldo y la mente de un diseñador de muerte, del que todavía no conocemos nada, planificaba el atentado más brutal de nuestra Historia.
Todo transcurría dentro de lo cotidiano. En la radio se desgranaban las noticias. Los madrileños salían de casa y se dirigían a trabajar. Muchos, como cada mañana, cogían los trenes de Cercanías. Gente trabajadora que no forma parte de las intrigas del poder. Gente tan corriente como únicos para los suyos, con sus historias de amor y de desamor, sus preocupaciones, sus esperanzas, sus ilusiones, llenas de vida antes de subirse al vagón y ocupar su sitio elegido al azar . La ruleta de la muerte se ponía en marcha a las 7.35 horas. Una explosión, otra, un tren y otro y un tercero.
La confusión lo invadía todo. En las vías muertos y heridos, humo, gritos desgarradores, lágrimas. Los que podían, ayudaban a los que estaban en los vagones y todavía respiraban. Los teléfonos móviles sonaban esperando una respuesta, una voz a la que escuchar para agarrarse a la esperanza. El número de muertos y de heridos aumentaba según pasaban las horas. España se vistió de negro y respiraba tristeza. No podía ser verdad lo que estaba ocurriendo:191 personas murieron, más de 1.000 resultaron heridas. Decenas de miles se vieron envueltas en la operación de solidaridad más emotiva que hemos protagonizado los españoles, unidos como siempre ante un enemigo común.
Han pasado 10 años. Pasarán muchos más y se seguirá hablando del 11-M. Seguiremos recordando a las víctimas, pero en cada una de las familias de los que murieron nunca se llenará el vacío de los que faltan, ni habrán agotado todas sus lágrimas, ni los recuerdos, ni los besos que les dieron y los que les tenían que haber dado. Ni esa presencia cada vez que entraban a casa, ni el dolor de una ausencia infinita.