miércoles, 5 de marzo de 2014

Mártires de cantina - José Luis Alvite

Mártires de cantina - José Luis Alvite

..Si ves a un tipo apaleando a otro en la calle, lo humano es acudir en auxilio de la víctima. Eso es lo que hacemos la mayoría de los hombres sin pararnos a pensar en las consecuencias que pudiera traernos la espontánea valentía. Entonces puede ocurrir que el agresor huya ante nuestra presencia o que sea un tipo corpulento y agresivo al que no le importe incluirnos en la paliza. Cuando ocurre lo primero, dormimos como no recordábamos haber dormido en años, serenos y felices, rebosantes de eficacia y santidad, con esa calma ingrávida y sicológica que invade a los hombres cuando el miedo no les impide cometer la estupidez del martirio. Pero si ocurre lo otro y el tipo rudo y desaprensivo la emprende con nosotros, entonces lo natural es que pensemos que si lo humano era ayudar a la víctima, no hay duda de que lo inteligente habría sido cambiar de acera, pensando para nuestros adentros que los cobardes también suelen conciliar el sueño y que no hay nada que cause más insomnio que irse a cama abrazado al propio cadáver. Al margen de cualquier componente moral, el caso es que no hay que desestimar la cobardía como un acto de legítima salvación. Me dijo de madrugada un fulano en un garito que "razonablemente, un hombre sólo debe jugarse la vida para salvarla". Cuando era un chaval, el Régimen había extendido la idea de que el soldado español era el más valiente del mundo, capaz de salir adelante luchando en las condiciones más adversas, teniendo enfrente a un enemigo más numerosos y mejor armado. Franco atribuía aquel arrojo al sentido que los españoles tenían de la Patria, considerada entonces un alimento de primera necesidad que los comunistas estaban empeñados en arrebatarnos de la boca. La teoría no era muy consistente. Cualquiera podía darse cuenta de que en la Guerra Civil lo que le falló a la II República no fue su sentido más literario y civil de la Patria, sino el apoyo logístico. El bando azul estaba mejor pertrechado y funcionaban al máximo nivel no solo el pensamiento y la doctrina, sino algo que en la milicia de antes era casi tan determinante como la munición: la cantina. Muchos mitos del heroísmo militar se desinflarían como si tal cosa si la ciencia forense pudiese reconstruir el aliento de los héroes, en el que probablemente se detectarían una parte de fe, otra parte de espontaneidad y una sobredosis de carajillos. Dicen los analistas que la II República andaba sobrada de entusiasmo y de lectura, pero que nunca le funcionó bien la cantina, esa vieja institución en la que suelen urdirse de manera desigual y contradictoria el talento del artista y la cirrosis del viejo coronel al que su mujer le compra en la ferretería los pijamas con el correaje a juego. Esa crucial importancia del alcohol suele ser determinante en las grandes epopeyas nacionales. Cuando Hitler invadió Francia y se presentó de visita en París, el mundo se llevó las manos a la cabeza. Nadie podía creer que hubiese llegado tan lejos aquel tipo alucinado por el vicio de no beber. Fueron malos momentos para Francia porque los franceses, tan hospitalarios y tan gourmets, pueden entender que alguien les ocupe París, pero jamás le perdonarían que les jodiese la vendimia. Algún día se dedicará en la Historia un capítulo a reconocer la importancia que en la Resistencia Francesas tuvieron las tabernas. No se pude comprender el patriotismo francés sin aceptar que hay pueblos cuya idea del patriotismo consiste en mezclar en dosis adecuadas la Constitución y la carta de vinos, es decir, el Parlamento y la tasca, a oratoria y el chiste, hasta alcanzar, como en España, ese punto de lúcido heroísmo en el que un hombre necesita perder el sentido en la taberna para ganar la gloria en la guerra. No es mi caso. No tengo pasta de héroe. Bebo por placer, sin pensar siquiera en la remota posibilidad de salvar a alguien de una paliza. Yo solo bebo para poder llamarle bohemia a la cobardía. Ya tengo dicho que no me mueve ningún afán de posteridad. Entre otras razones, porque para meterse con una mujer en cama, la estatua es siempre más engorrosa que la ropa...