viernes, 7 de marzo de 2014

Catedral sin palomas - José Luis Alvite

Catedral sin palomas - José Luis Alvite

...Querida Susana Pose: aunque me he impuesto una convalecencia física y emocional para reconstruir el alma y los nervios, lo cierto que no hay un solo día en el que no recuerde los grandes momentos pasados a tu lado, incluso los momentos tensos y los disgustos, nuestros famosos enfrentamientos y esos seis minutos de odio que aprovechábamos para romper "definitivamente" nuestras relaciones en El Corzo durante el tiempo que tardases en volver del baño. No me importa reconocer que te hiciste tan imprescindible en mi vida, que perder tu amistad sería algo tan extraño como separar el dolor y la herida, el beso y los labios, los pies, amiga mía, y los pasos. ¿Recuerdas cuando te dejaba a las seis de la mañana para correr en coche a los estudios de Radio Nacional a tiempo de grabar mi colaboración para Carlos Herrera? Estaba destrozado por culpa del tabaco y por no haber ido a cama en dos o tres días pero a mi querido jefe de la radio le gustaba escuchar la voz casi agonizante de un hombre roto por la nostalgia, el escepticismo y por los vicios. "Me gusta esa amarga desgana, Alvite, la voz fatigada de un hombre a punto de sucumbir", me decía Carlos. No se trataba de una desgana técnica largamente ensayada, sino de las secuelas del extremo cansancio de un tipo empeñado en subir al cadalso llevando la soga en sus propias manos, y en la boca, una frase de aliento para el verdugo. La famosa "desgana" eran diez paquetes de cigarrillos en una sola noche, las bebidas frías y un corazón acostumbrado a latir por el reloj del coche con el ritmo cardiaco de un caballo sin bridas que se hubiese comido las vegetaciones de su aliento congelado y las espuelas de su jinete embalsamado a medias por la niebla y por el tedio. Después, ¿recuerdas, fiel Susana?, después volvía a la ciudad y llamaba a tu teléfono porque mi cadáver necesitaba un sitio en el que recuperar el resuello y porque mi mirada se había convertido en una mancha azul en las gafas. Y allí estabas tú, Susana, dispuesta siempre a recibirme con los brazos abiertos y aquel café que le devolvía a mis manos el tacto, y a mi letra, la trágica y vulnerable flor invernal de las frases más amargas, mientras se escuchaba en mis pulmones el violonchelo de aquella farragosa respiración cansada, la funeral rondalla descalza que tantas veces me avisó de la muerte. Muchas de aquellas madrugadas me pediste que redujese el ritmo y si no te hice caso, querida Susana, fue porque toda mi puta vida estuve convencido de que hay ocasiones en las que la belleza no reside en el magnífico aspecto exterior de una talla, sino en los jodidos nudos de la madera. Consciente de que no iría muy lejos con mi idea del arte, me propuse ser capaz al menos de las proeza de sucumbir mientras estuviese redactando personalmente mi obituario y ese maldito testamento en el que lo único a repartir serían con toda seguridad diez blasfemias y la minuta del notario. Ninguna de todas aquella amigas se preocupó jamás por mi estado ni por mi destino. Por eso a muchas de ellas las recuerdo hermosas y a lo suyo, apoyándose en mí con una mezcla de necesidad y conveniencia, como las palomas, nena, que ni siquiera en invierno se interesan en volar por el interior de las catedrales. Algunas dijeron que les interesaban mis sentimientos y mi alma, pero lo cierto es que lo más cerca que sus manos estuvieron de mi corazón fue ese jodido momento de la madrugada en el que a los tipos como yo el corazón se lo buscan las mujeres entre las monedas del bolsillo. Realmente solo pude contar contigo, para lo bueno y para lo malo, cuando prosperaba y cuando sucumbía, incluso cuando mi idea de la esperanza era confiar en que no ocurriese nada, ni a favor ni en contra, como si mi manos ya solo estuviesen interesadas en recibir la limosna de un puñado de luz, aquella luz de El Corzo, Susana, amiga mía, la luz que convertía en un dineral el pelo de las mujeres, mientras mi letra, ¡Dios Santo!, buscaba a última hora en un trozo de papel el camino por el que llegar a tu portal con el aliento justo para deletrear en los labios el viático de aquel café con el que no me importaría que un día fregases de tu puño y letra el insomne epitafio de mi sepulcro... Creo habérselo dicho a Susana Pose unas cuantas veces, tantas como me insistió en el beneficio emocional de salir de viaje a cualquier parte. No me motiva devorar la geografía, ni hacer amistades nuevas. No estoy para novedades. Recuerdo haberme detenido a esperar la noche antes de entrar en una ciudad y dejarla a las pocas horas sin haber siquiera amanecido. No recuerdo un solo viaje en el que el mayor placer no hubiese sido la inminencia del regreso, ni una amistad nueva que no me haya despertado la añoranza de una amistad anterior casi olvidada. El café del desayuno pierde sabor a partir del último día de la infancia. A cierta edad uno comprende que a falta de expectativas razonables de futuro, lo importante es que a tus sueños se les cumpla al menos el pasado, aunque el retorno al pasado supusiese agonizar sentado con barba de treinta años en el pupitre de la escuela. Por eso a Susana siempre le contesté lo mismo: "Lo que necesito no es un sito al que ir, nena, sino un lugar al que volver". Por lo que ella me cuenta, A Telleira es el lugar al que tendría que ir para tener luego un sitio al que volver. Susana tiene allí una pequeña casa sin lujos y sin vecinos, con el mar casi en la alfombra, en medio de un impecable silencio en el que solo se escuchan el silbido de las almejas y las articulaciones del humo de la chimenea. Se llega desde Compostela por una de las carreteras que llevan a la Costa da Morte, apartando luego en una pista de carros, orientándose por las eternas referencias de una taberna que cierra a las doce, una casa pintada de azul, un perro que le ladra a las sombras de un cementerio de gente enterrada boca abajo, y al fondo, quince olas de la costa, las islas Sisargas y esa casa en la que dice Susana que los muebles ganan mucho con la luz de la luna y seguramente con el reflejo del fuego en un espejo viejo y dócil que deforma la fealdad. "Lo tienes todo a mano: el mar, el arenal, las rocas... tienes a mano la soledad y el silencio, Alvite, y en las noches claras, incluso cerrando los ojos tienes a mano el resplandor cosmopolita de los teatros de Nueva York y Buenos Aires... Tenga una barca de remos obediente como un ternero... no hay un solo ruido que no obedezca a algo bueno, ni un golpe de viento que no se sepa de memoria mis vestidos... tendrías que pasar un par de días en A Telleira... Dos días serían suficientes para serenar el ánimo y airearle el maletero al coche... Si conociese el lugar, estoy segura de que tu siquiatra me daría la razón"... Me tienta mucho aceptar la invitación de mi querida Susana. Siempre me hizo ilusión ir a parar a uno de esos sitios a los que un tipo como yo solo podría llegar arrastrado por la inmerecida suerte de haberse perdido. Como ella lo describe, A Telleira sería uno de esos lugares en los que podrías abrazar a una mujer con la extraña sensación de echarla de menos entre tus brazos, como si fueseis víctimas de un sueño a punto de desvanecerse, expuestos a la fatalidad de que se trate solo de una historia que vais leyendo sin tiempo en el brevísimo relato escrito a oscuras en la carcasa del reloj que arde como una careta de helio en el fuego beis de la chimenea. Y aún así creo que podría valer la pena. Esperaríamos a que amainase el fuego en el esqueleto de la leña y emprenderíamos sin prisa el viaje de regreso al borde del amanecer, Susana, amiga mía, a esa hora novicia del alba en la que en la que a una chica como tú incluso le sientan como un premio el cansancio, la ruina y la tristeza.