Wayne, Brando, Bogart, Cristo... - José Luis Alvite
No hay que ser un experto en cine para comprender que el ritmo de una película se pude conseguir con los movimientos de la cámara, eligiendo bien los cortes y los encadenamientos en la moviola del montaje o administrando con mayor o menor dinamismo la presencia y el comportamiento de los personajes en los encuadres. Pero hay también un ritmo que no viene de la técnica sino del papel y del lápiz, es decir, el ritmo que de donde procede es de la cabeza del guionista o del autor de los diálogos, dos personajes que pueden marcar el ritmo con sus ideas, un ritmo oral que se suscita en el brillo de las frases. En El color del dinero tiene ritmo la mirada de Pual Newman mientras sus ojos rastrean sin pestañear en primer plano las filigranas que Tom Cruisse ejecuta fuera de enfoque con el taco y las bolas sobre la mesa del billar. Ese plano sirve de paso para tranquilizarnos sobre nuestros fracasos personales. Paul Newman interpreta el papel de un jugador venido a menos pero en sus ojos azules es evidente que se produce un milagro de amarga supervivencia sólo reservada a unos cuantos hombres, a los tipos como él, a los fulanos de cuyos ojos azules la luz del éxito resiste hasta todavía varios días después de haberse esfumado de sus bolsillos. Newman se había formado en una escuela de interpretación en la que los muchachos del método aprendieron a mostrar una ira contenida, una inquietante furia emocional que los tipos como él y como Brando interpretaban encogiendo los hombros. En ..
Un tranvía llamado Deseo se nos da una vertiginosa sensación de lenta violencia que Kazan no narra a golpes, sino mostrando el plexo sudado de la camiseta blanca de Marlon Brando en aquel mórbido ambiente tórrido y lacustre. Estamos ante la brillantez de lo que podríamos denominar furia pasiva, aunque no tan pasiva como la desencantada furia que corroe las entrañas de los personajes de Mesas separadas, cuya acción transcurre en un aburrido hotelito inglés en el que el timo lo marca el ir y venir de la conversación dando saltos por la escena, como una pelotita de celuloide lastrada con un dado de caucho, la leve y discreta munición con la que romper la vidriera de la geométrica y teatral carpintería del set. Son dos claros ejemplos de ritmo emocional desbordando por fuera de la contención física y de las economía de gestos, el hallazgo perfecto y ejemplar que consiste en aprovechar en el caso de Kazan el impecable texto de Tennessee Williams sin introducirle otros cambios que los estrictamente necesarios para que no se note en la película la gubia del ebanista de Broadway. Se dan a veces juntos el ritmo físico y el ritmo verbal, la furia y la palabra, y entonces surge Scorsese y sale Uno de los nuestros, esa película en la que las criminales patadas de Pesci tienen el mismo endemoniado ritmo que sus frases. Pero también abunda el ritmo narrativo en el caso de que Charlie Chaplin se apodere durante largos minutos del primer plano para vaciar su filosofía y su busto, sin pestañear, en El Gran Dictador, causándonos la misma inquietud que si hubiere pronunciado su discurso a lomos del caballo desbocado de John Wayne. Naturalmente, Chaplin tenía el talento de los elegidos y era la clase de individuo capaz de sacarle cine a un tipo muerto boca abajo al fondo de un callejón oscuro. Sydney Lumet filmó en Doce hombres sin piedad una historia en la que los personajes sólo se ponen de pie para distender los riñones o para repartir el bajo vientre entre las piernas y la orina en la vejiga, pero cada vez que Henry Fonda corona una frase, a uno le entra la sensación de que no pasarán diez segundos antes de que escupa también el hueso. Y si Newman había administrado su mirada como si le estuviese dictando al taco de Tom Cruise la tiza azul para la juvenil joyería de sus carambolas, Bogart dosificó en Casablanca aquella especial manera de redondear las frases con el humo de sus cigarrillos, aquel humo cínico y literario en el que tantos aprendimos a fumar por escrito. Viejo, obeso y desolado, Marlon Brando seguía teniendo al final de su carrera un endemoniado ritmo pasivo, el remanente de aquella furia viuda y cincuentona de El último tango en París, la elegante furia en la que se mezclan el hastío, la ira y el cansancio, como ocurría en Cayo Largo, donde los lentos silencios en medio del espantoso calor moral hace presagiar el aliento de una de esas angustiosas películas de Coppola que mismo parece que las hubiese escrito Dios con un cigarrillo de marihuana en la boca mientras el relojero de Roma le da cuerda a la crucifixión de Cristo afinando el tacto en el lento y estresante diapasón de las mazas...