Noches de cansancio y `Crooner´ - José Luis Alvite
A veces hago por quedarme solo en El Corzo para que el jefe o el barman pinchen a mi antojo la voz vieja y eterna de Sinatra, esas cosas llenas de amargo escepticismo y de palpitante cansancio que Frankie cantaba como nadie porque tenía la voz precisa, el tono desencantado de un hombre que prendiese tranquilamente entre los labios los cigarrillos para hacerle más llevadera la eternidad a la boca reseca de su cadáver. One for my baby es un clásico que cantaron muchos hombres y muchas mujeres a lo largo de treinta años pero Sinatra convirtió la canción en una especie de asunto personal, algo que parecía hecho a su medida, una melodía lenta, pensada para ser cantada a deshora, en ese momento de la madrugada en el que uno no sabe bien si volver derrotado a casa o escribir su epitafio en los puños de la camisa. Parece que fuese escrita para el crooner fracasado y trotamundos que se detiene de madrugada en un bar, echa mano de un taburete, prende un cigarrillo, pone la copa sobre el piano y deletrea con los dedos esa canción que parece pensada para convencer al barman de que todavía es temprano, o que no es tan tarde como parece y que no hay nada de malo en charlar un rato sobre cualquier asunto mientras en la caja registradora se desencadena como un estribillo la letanía de las cuentas, el viento se plisa en el esqueleto de las banderas y la hierba cruza en sueños las carreteras mojadas. Es ese el Sinatra que más me gusta, el Sinatra derrotado, descreído, el Frankie dispuesto a elegir su destino arrojando un dado sobre el mapa de carreteras, triste y solitario, a mitad de camino entre el hastío y el cansancio, un sombrero mojado, la mirada de un extraño en los ojos, y en la billetera, la foto de una fulana corregida con una mancha de bourbon y franqueada con el teléfono de otra mujer. ..
En mis noches de cabaré solía pedirle cosas de Sinatra a mi amigo Alfonso Pazos, que era un cantante alto, canoso y elegante al que incluso le habrían sentado bien doce manchas en la impecable camisa blanca que lucía debajo de aquel magnífico esmoquin negro en el que a Fed Astaire no le habría importado que lo enterrasen mientras bailaba. Fue al final de los buenos tiempos, antes de que los cuarentones se retirasen a vivir en sus casitas de diseño a las afueras de la ciudad. El elegante crooner de Xiro cantaba cosas de Sinatra y de Tom Jones, de Humperdink y de Tony Bennet, de Perry Como, de Dean Martin... canciones con fuerza para desentumecer la velada y suaves melodías para que a las mujeres les saliese terciopelo azul en las suaves y gomosas canicas de la ovulación. Después se nos echaba la madrugada encima, Alfonso y yo nos sentábamos en la barra, el jefe servía unas copas y nos despedíamos para siempre de un mundo lento, cordial y soñador que se nos moría sin remedio entre las manos. "Esto se acaba, Alfonso, muchacho, así que cuando querramos darnos cuenta, incluso nuestros féretros habrán echado culera, porque, ¿sabes, amigo mío?, ...porque no hay relevo para este público... y este público, te pongas como te pongas, muchacho, este público dentro de poco se gastará el dinero de las copas en la factura del internista, renunciarán a los placeres y a los vicios, yo sucumbiré a la jodida nostalgia, y tú, Alfonsiño, ...tú, querido y viejo amigo, tú solo tendrás ocasión de ponerte el esmoquin para abrirle la puerta con tu esbelta y mundana elegancia de croupier a los ajetreados muchachos de la funeraria"....
...Apuré la vida sin haberme movido apenas del sitio, como una tortuga corriendo sin patas en el interior de un caballo desbocado. Todos mis éxitos se cuentan por fracasos. No recuerdo una historia cuya pasión no hubiese concluido con un bostezo en mitad de un beso. Se cuentan con los dedos de una mano las conversaciones que me hicieron menos daño que la ginebra. Pasé tanto tiempo ausente de casa, que mis hijos ya no eran niños la primera vez que me vieron acostado. En los peores momentos de mi depresión conocí a unas cuantas mujeres que sólo saben de mí que mi amarga extenuación fue lo más cerca que estuvieron de la muerte. Tardé quince años en llorar la muerte de mi hermano y de la agonía de mi padre sólo recuerdo que tenía el rostro tan frío como la barra del bar y estaba tieso como una falla. Por duro que suene, lo cierto es que de mi primer matrimonio sólo se salvan el nacimiento de una niña con la entumecida expresión de contener un vómito y los pocos ratos que pasé despierto en el ascensor. Hubo tanta gente de paso en mi puta vida, muchacho, que en mi jodida biografía yo sólo tendría que haber sido el acomodador. A veces tengo la sensación de que ya llevaba años en El Corzo la primera vez que Susiño Oitavén prendió la luz de obra para que entraran los albañiles a echar el piso. De mis mejores amigas recuerdo el nombre, el aliento y la letra pequeña de sus ojos entornados por la literatura y el cansancio, pero de las otras sólo a veces se me vienen estúpidamente a la cabeza su hipocresía y el precio. Cito con frecuencia a Susana, que es mi chica madrugada de toda la vida, y echo de menos a Marta porque tenía el rostro abotonado por las pocas sílabas de aquella sonrisa descreída y biliar que le enfriaba como a una diosa el tibio alabastro de su impecable belleza. No niego que fui feliz a su lado el poco tiempo que estuvimos juntos, pero he de reconocer que fue una felicidad breve, la concisa felicidad que percibe un hombre cuando sabe a ciencia cierta que nada es para siempre y que en el mejor de los casos, incluso la muerte tiene los días contados. Pude haber profundizado en ellas y conocer al dedillo sus sentimiento y sus esperanzas, pero no lo hice porque preferí vivir sin echar raíces en nada ni en nadie, como esos tipos transeúntes que de su paso por las ciudades sólo recuerdan que estaban en ámbar los semáforos. A veces se me mezclan los recuerdos de la vida con los recuerdos de la muerte y de todas aquellas madrugadas de carmín, literatura y ginebra, y de la fúnebre mala noticia de mis difuntos, tengo la sensación de haber malgastado la mitad de mi tiempo en la confusa y sórdida ceremonia de darle un beso con lengua al cadáver de mi padre. La primera vez que me sinceré con un psiquiatra, aquel tipo me aseguró que mi percepción de la vida sería menos amarga si consiguiese al menos mejorar la acidez del aliento. No dije nada pero creo que en el fondo tenía algo de razón. A los delincuentes les tranquiliza mucho la conciencia lavarse las manos después de cada atraco. También es cierto que los excesos de higiene te quitan gancho, sobre todo cuando alternas con esa clase de bendita mujer que lo que espera de un revolcón es recordar aquella brutal noche de sexo como se recuerda el excitante aroma en el que se mezclan el olor del heno y el tufo de la caza. ¿Recuerdas, Alfonso, viejo crooner, las lejanas noches en El Duque? Había empezado la decadencia y los camareros tenían en la espalda el sudor de las manos cruzadas. Cantaste por última vez para tres matrimonios que charlaban sin importarles tu repertorio, ellos, abotargados por el húmedo sopor de sus gabanes, y ellas, ¡Dios Santo!, ellas, impasibles, ensimismadas y sólidas, igual que estatuas levemente caldeadas por un perfume grumoso y amarillo como la meada de un perro de bronce. Estuviste elegante, fino y brillante, como siempre, como en tus mejores momentos del Xiro, pero aquel ya no era el público de los buenos momentos y todo fue tan inútil y tan excesivo como si te hubieses puesto el esmoquin para sacar la basura a la calle. Luego nos tomamos en la barra la de marchar, mientras Alfredo deletreaba con la mirada la escasa recaudación de la noche y a la chica del guardarropa le bostezaba como una hiena la vagina contra el labial barniz de la silla. Y hablamos de Las Vegas y de Atlantic City, del Sand´s y del Caesar´s Palace, de Frank y de Martin, de cuando vino Tom Jones a Compostela y daba las propinas con las dos manos a la vez.... "¿Recuerdas, Alfonso, muchacho?,... ¡Joder, amigo!, fueron buenos tiempos los tiempos de entonces amigo, porque éramos jóvenes y no conocíamos ni el remordimiento, ni el cansancio...y también, muchacho, porque entonces, Alfonso, viejo crooner, aunque llevases tres días sin ir a cama, resplandecías elegante y criminal en la tarima como si acabases de ponerte el esmoquin en el interior de una mujer ahorcada con el foulard de Isadora Duncan en el tocador del cine Rialto .... ¿Recuerdas, colega?... Después a Tom Jones le pusieron el caché de su taxidermista y cuando le echaron el cierre al Xiro, ¡joder, Alfonso!, cuando le echaron el cierre al Xiro, el travesti se limpió la sangre de las encías y el ilusionista nos pidió prestado para pagarle la cena a la paloma"...
Ya no hay un crooner en ninguna parte porque a cierta edad la gente ya no sale por las noches. No está bien visto trasnochar. Se ha producido una especie de horrible cansancio generacional que retiene a la gente en casa. De los pocos que salen, la mayoría de ellos bostezan antes de las doce y sus compañeras se agotan con el insignificante esfuerzo de contener la respiración para que no les salga por la boca, como una ciruela, la hernia de estómago. Todo el mundo dice que se retira porque tiene mucho que hacer mañana, aunque por lo general, al día siguiente casi nadie se ve obligado a hacer un esfuerzo mayor que el que se necesita para defecar en el retrete la confitada saliva del Padrenuestro. Ni siquiera salen los artistas, que antes eran unos tipos bohemios capaces de beberse las copas tragando el hielo y el vaso. Un amigo mío nacionalista dice que en el partido se ve con recelo su vieja costumbre de alternar más allá de medianoche porque las revoluciones modernas se basan en la discreción y en el orden, las dos horribles cualidades en las que siempre se centraron las teorías conservadoras y los estatutos del casino. Muchos de aquellos tipos que nos prometieron cambiar el mundo, ahora solo salen de casa si se declara un incendio en el dormitorio. Se cuenta con los dedos de una mano los tipos que mantienen sus hábitos de los viejos tiempos, los que pasaban por la noche en la calle más tiempo que la luz eléctrica. Los ha retirado de la circulación una especie de vejez técnica y reglamentaria, la vejez orgánica del partido, una especie de ancianidad moral que antes solo afectaba a los canónigos, a los muertos, a los hombres como ellos y a las señoras que se excitan pensando que el sexo oral es un diurético. Dicen que se trata de evitar los riesgos coronarios, los problemas gástricos y el estrés del insomnio,. Quieren morir sanos, en plena forma, como si la muerte fuese una especie de lenta y aburrida gimnasia de mantenimiento. Por eso se ha ido quedando sin público el viejo crooner y en los sitios elegantes la conversación más interesante suele ser la cisterna del retrete. "No estamos quedando solos, Alvite, muchacho"•, me avisó hace años el viejo cantante melódico. Acababa de comprarse un esmoquin nuevo que por lo visto le hacía aun más delgado y más cosmopolita. "Estás genial, Alfonso, muchacho, tienes la misma grasa que el humo". Comprar aquel esmoquin fue una soberana estupidez. Al poco público que le escuchaba le habría servido que saliese a cantar en pijama. O por teléfono. Aquellos tipos y sus mujeres parecían estar embalsamados, con la cara tan inexpresiva como si se la hubiesen lavado con agua estancada. Ellos hablaban de fincas y ellas habrían considerado indecente que para animar el ambiente entre dos canciones, el crooner se permitiese un chiste verde con un grillo y dos hormigas. Una de las señoras llevaba puesto un gran abrigo de pieles que le daba el empaque cómico y excesivo de alguien a quien llegado el momento tuviese que hacerle la autopsia el peletero. Mismo parecía que llevase puesta una garita de astracán. En un reglamentario intento de ganar su aprecio, el crooner la dedicó una balada. Ella no dijo nada. Se mantuvo de espaldas al cantante y siguió a lo suyo. "Ya ves, Alfonso, muchacho... me refiero a lo de esa señora... Ni siquiera te ha dado las gracias... Hemos tocado fondo, amigo... ¡Lástima de local¡ Alfredo se ha gastado un dineral en madera y en espejos, en tulipas y en camareros, colocó en el guardarropa una chavala que ni nace ruido al respirar, y la gente no responde... es lo que hay, amigo: una catedral en la que ya solo resultasen interesantes los murciélagos y el mendigo de la puerta...". No se equivocaba el viejo crooner . El mundo estaba cambiando y los tipos de más de cuarenta años se ponían el traje por encima del pijama para facilitar la extremaunción. Mi amigo nacionalista todavía sale de vez en cuando a tomarse una copa por la noche. Pero lo hace con desconfianza, temeroso de que le descubran los suyos y le condenen al ostracismo. Es el único peligro que corre. La calle es una balsa de aceite. Mis amigas se vuelven de madrugada solas a sus casas. Incluso se han quedado sin ambiente los criminales. ¿Sabes, viejo crooner ?, como se han puesto las cosas, para alguna mujer el atraco a mano armada se ha convertido en la ultima y desesperada oportunidad para recordar el viejo placer de bailar Extraños en la noche agarrada a un hombre que la haga sentirse fértil, adorable y extranjera...